lunes, 2 de noviembre de 2009

Apocalipse

Había hambre, mucha hambre. Se olía en el aire el ruido de la necesidad de comer. Era un pueblo donde, las lluvias, las inundaciones y el mal tiempo habían acabado con las cosechas, plantaciones, huertas y todo tipo de alimentos. La gente estaba prácticamente encerrada en sus casas. El poblado más cercano estaba a tres días de distancia caminando. Había lodazal por todos lados y los dos volcanes que circundaban a su poblado, hacían erupción a cada rato y la lava estaba hecha ya roca, dejando tapadas los caminos de entrada y de salida de este infausto pueblo. La situación ya llevaba dos años así y no se había recibido ayuda de nadie. Ni siquiera se había visto pasar algún avión cerca del lugar. Estaban solos. Sabían que ya no recibirían nunca la ayuda de alguien. No había luz y las telecomunicaciones inservibles.

La gente se decidió a hacer lo que era necesario hacer. Ayudados por sus perros procedieron a buscar a todos los gatos de la comarca. La carne de los felinos era pellejuda y sin sabor, pero y qué; era carne. Después siguieron las ardillas, ratas, tuzas, ratoncitos y los insectos que aún se movieran en este pueblo de muerte. Como los accesorios de comida habían desaparecido y obviamente no había gas para cocinarlos, la idea a seguir era corretear al animalito hasta cansarlo, agarrarlo y así como se atrapara, meterlo a la boca para deleitarse con su poca carnita. La gente ya no tenía asco, ni náuseas. Era peor estar viviendo bajo el lodo. El miedo a los animales había desaparecido. El hambre era ya hambruna. La locura ya era parte de mucha gente que aún sobrevivía ahí. Más de la mitad, en el transcurso de los últimos dos años, habían muerto. Antes se enterraban y se les daba cristiana sepultura. Ahora no. Ya no. Cuerpo que morïa se repartía entre los más débiles y los de mayor edad. Ya no había autoridades en este sitio. Reinaba un orden trágico. Una cierta disciplina por guardar educación y valores hasta lo último.

Después de los gatos, los perros--que estaban bien gorditos-- fueron los siguientes en ser engullidos por los pobladores. Los nativos libraron desgarradoras batallas contra los carnosos canes. Era una guerra a matar o morir. Pero de todas todas, ganaron los humanos. Había gente que en el afán por comerse a los perros llegaban a sucumbir ante ellos en sus tremendas fauces.

Todos contra todos. Una vez que se acabaron los animales siguió la madre de todas las batallas. Los niños, enfermos y gente mayor, fueron los primeros en caer ante los más fuertes. Los aldeanos se correteaban entre sí. Al final sólo quedaron dos individuos hombres, entre 25 y treinta años.

Acordaron no volver a padecer hambre nunca más y si había que morir se morirían los dos juntos. Según recordaban y habían leído en un artículo de internet hacía años, el cuerpo humano es un caudal de nutrientes .
Se alternaron para irse comiendo uno al otro, poco a poco. Primero se sacaron los dientes. Se dejaron seis cada uno para poder comer de ahí en adelante. Los molían con piedras y se los comían como si fueran chamoy. Dicen que era muy bueno para no padecer osteoporosis. Después uno y luego el otro, se fueron arrancando los dedos de los pies. Ya no se podían levantar. Sabían lo que vendría. Cada pedazo de carne era una delicia; un manjar. Una caricia para sus estómagos maltratados de tanto padecer hambre. Ahora era abundante y hasta escogida. El ojo izquierdo; las dos orejas; pedazos iguales de mejilla y barba. Uno y otro un trozo de lengua. Tragaban cada bocado con la misma sangre a chorros que manaba de sus cuerpos despedazados. La debilidad por la pérdida de sangre la compensaban con las energías adquiridas por las mismas proteínas ingeridas.

Una pierna, la otra; el brazo izquierdo, la nariz. Uno y otro se nutrían con las partes del otro. El cabello, las pompas, los genitales. Todo. No había desperdicio.
Así se la pasaron dos semanas. Un riñón, un pulmón, el intestino delgado, los huesos, el bazo, el apéndice. ¡Mmm!
¡Era un festín!

Lo último fue el ojo derecho, el cerebro y rápidamente, el corazón. Lo hicieron rápido para que murieran mientras seguían comiendo.

Días despúés nuevos pobladores llegaron al lugar. Ya había paso. Lo único que quedaba del antiguo poblado eran estos dos glotones hechos una masa amorfa, aún con sangre escurriendo por todos lados y oliendo a desperdicio.

La autopsia reveló que estos dos sujetos estaban bien nutridos. Con la exacta cantidad de proteínas, vitaminas, minerales, y carbohidratos que requiere un ser humano.

"¿¡Cómo unas personas tan sanas pueden morirse!?" Fue el comentario de los nuevos lugareños.



laj















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