martes, 14 de diciembre de 2010

Un Travieso General

Hay un edificio o mejor dicho, una serie de pequeños edificios, de tres a cuatro pisos, en el norponiente de esta ciudad donde se reúnen las fuerzas armadas de mi país. Este edificio al que hoy me quiero referir, fue construido hace apenas unos veinte años. En ese entonces eran pocas las construcciones en donde metían elevadores volados con vista panorámica y construidos de puro cristal. Bueno, pues así fue construido este. Sin tanta altura, desde que fue construido, todas las personas que trabajaban ahí o iban de visita preferían subir por el cubo de cristal que por las aburridas escaleras.


Siendo proveedor en los inicios de esa creación arquitectónica en pequeño, me enteré que un general murió adentro del elevador. No era tan grande el señor, pero se sabía que nunca quiso subirse, pero fue presionado por sus amigos sexagenarios, que sin saberlo ni quererlo, le orillaron a la muerte.

El General Epitacio murió por miedo y nerviosismo extremo, cosa que desencadenó un letal infarto al corazón, dijo el médico militar que realizó la autopsia, el día que osó subirse para probarle a sus amigos que él no era cobarde. Esto fue dos años después de construido el dispositivo sube y baja de personas.

Se le conocía a don Epitacio como un hombre vacilador y que siempre estaba de buen humor. El día que murió, esa misma noche, dice el velador, el elevador de cristal empezó a tomar vida propia. "Se cerraban las puertas, se abrían, se volvían a cerrar y a abrir y el elevador funcionaba en un caos total cerca de tres horas en las madrugadas", contaba angustiado el señor que cuidaba de noche hasta estos días ese edificio en particular de las fuerzas castrenses.

Desde ese entonces, veinte años, se ha repetido un fenómeno que a muchos ha dado por bautizar como el fantasma del elevador. 

Aun siendo de día, y no importando quién vaya  a bordo, en esos escasos tres  pisos que cubre el ascensor, dicen que el ánima del capi hace de las suyas a la gente que "osa" subirse a "su" elevador. Y es que habiendo muerto en él, el capitán no se ha querido ir reclamando como suyo ese espacio de dos por dos metros cuadrados, cristales incluidos.


Se han reportado tocamientos, jalones de mechas, zapes, gaznatazos, capiruchos, malteadas, beso a papi, beso a chato, mordidas de tortas, tamales, o golosinas que vaya comiendo la gente, cocos, piquetes de ojos, y un sinfín de travesuras, que no pasan de ser eso, travesuras. De hecho, es un capitán muy educado, porque dentro de su picardía, hace las cosas sin lastimar, sólo hace sentir su presencia en el ascensor, para que quede bien claro quien está a cargo en ese su sitio, su lugar.

La zona Militar decidió desde hace diez años poner cámaras adentro del elevador, pero no se llega a captar ninguna figura que no sean los cuerpos móviles de quienes se suben inocentemente a tomar el elevador. Se nota, lógicamente sus reacciones ante las acometidas del fantasma malandrín, pero él nunca se llega a apreciar.

Una tarde que fui a entregar mercancía y que me disponía a salir del edificio, me encontraba en el tercer piso y pedí el elevador. Me subí y detrás de mí salió de la nada para subirse, literalmente: de la nada, un general, me imagino que eso era por las cuatro estrellas en sus hombros y en su gorra. Se veía muy, muy cansado el señor, era delgado, más alto que yo y con algo de barba sin rasurar, y en el brazo derecho traía como cargando algo, un libro, creo que era.

-- Buenas tardes, le dije. El muy mamón no me peló. Estaba volteado viendo a través de los cristales la montaña que se alcanza a ver si uno mira hacia el norte. Llegamos a la planta baja y me quise hacer para atrás para que saliera el señor primero, como forma de respeto. Ya no estaba. O nunca hubo alguien ahí.

De inmediato avisé a vigilancia y nada más se rieron de mí. Apesadumbrado iba de camino a mi auto, cuando en un reflejo de un cristal de la oficina de recepción, pude ver que traía mis cabellos todos levantados como loco y al final del mismo unas ligas de colores que no sé cómo ni en qué momento me las puso ese descarado  e insensato fantasma del general Epitacio.




Fin
LAJ


Fantasma en ascensor en china

jueves, 4 de noviembre de 2010

Muertes Raras V

Exquisito Mamerto era un ser de decir y vestir impecables. Se distinguió siempre entre su familia y la gente que lo conoció como un dandy. Un dechado de virtudes en cuanto a la limpieza. Su casa rechinaba de limpio, su carro lo traía siempre oliendo a desodorante olor bosque frondoso y su persona era la fiel imagen de la pulcritud. Al peluquero iba diario para que le recortara cualquier imperfección que hubiera brotado de un día para otro. Compraba tratamientos para la piel y no salía del spa del club deportivo al que regularmente asistía.


En plena época de crear niños, Exquisito M. solía recortarse el pelito que sale alrededor de las partes blandas de su cuerpo. Utilizaba siempre unas tijeras del número 3 para cortar pollo, que se las había recomendado su amigo, el peluquero, para tener resultados fascinantes. 


Sus conquistas siempre le chuleaban su atinado corte "casquete pelón" que usaba como moda muy suya.


Un funesto día, Exquisito Mamerto se hacía su corte diario ahí donde no da el sol, cuando por la ventana del cuarto de su casa, vio que en la calle pasaba una morena de cintura de avispa y un cuerpo suculento. Por andar de baboso, se cortó la trompita que la naturaleza le dio, aullando grotescamente.


Murió desangrado.
R.I.P.




Fin 
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jueves, 14 de octubre de 2010

Ataque Bigotón

Está cundiendo una epidemia de proporciones bíblicas en los estados del norte, noreste, noroeste y todos los del sur del país. Zoólogos, físicos, antropólogos y científicos de todo el mundo están llegando a la ciudad de México para reunirse con las más altas autoridades sanitarias y llegar a un punto de acuerdo para detener esto que puede convertirse en una pandemia de características casi letales por necesidad.


Resulta que donde existe ganado bovino, hay murciélagos que campantemente les gusta alimentarse de estos grandes animales durante las noches. Pues bien, debido a las constantes travesías que llevan a cabo estos ratones con alas por aquí y por allá, se han transformado genéticamente con el paso de los últimos meses. Esto ha provocado que les salga bigote a cada murciélago que vuela y se alimenta de los bóvidois que pastan al aire libre en los estados del país. Mucha gente pensará: "¿y eso qué tiene de espectacular, pues se sabe que los murciélagos siempre han usado un bigotito como el de los ratones?". Bueno, pues ahí está el meollo del asunto, el bigote que les ha brotado a estos animalitos voladores se asemeja al de los seres humanos. Y no digo nada más al de los hombres, porque debido a este latoso comportamiento de andar mordiendo vacas en las noches, en las rancherías,¡ los murciélagos han inoculado un virus que se multiplica a una velocidad espantosamente rápida al sexo femenino al tomar leche!

Las compañías que venden leche están a un tris de quebrar porque la población ya sabe de dónde viene ese mal que "abigotona" a las mujeres de casa. Sólo se han salvado aquellas damas que no consumen leche de ningún tipo; ni light, ni deslactosada, ni entera, ni bautizada. Esas son las sanas y no les sale ese folículo piloso que aunque se lo rasuren ahí está dando guerra al salir una y otra vez y hasta la fecha no hay cura.


Mas que un problema de estética, es ya de salud pública, porque se están empezando a dar casos a lo largo del país de que van seis mujeres que se suicidan por tan molesto intruso. Tres de ellas eran menores de edad.
El Gobierno de México quiere detener esto antes de que haya enfrentamientos con los caballeros, que en un ataque de celos puedan desgreñar a sus ahora rivales de pelos en la cara. 

Todo en la vida tiene sus dos partes de la historia, y mientras las compañías lecheras sudan la gota gorda por saber cómo le van a hacer para subsistir, las compañías de navajas y rastrillos están teniendo ganancias económicas insospechadas.

Por lo pronto, si es usted mujer y no quiere lucir como charro sin sombrero, no tome ningún tipo de leche; y si es hombre y quiere que le salga bigote, ni lo intente, no sirve. Las autoridades, no tardan en convocar a una conferencia de prensa a todos los medios nacionales e internacionales para explicar lo que está sucediendo.




Fin
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lunes, 11 de octubre de 2010

¿Qué?

Epícteto Antúnez era un hombre forjado a sí mismo, bajo las normas rudas del campo y de sus antecesores 
en un pueblo donde ser hombre era una cualidad, una virtud de la cual no escapaban los pertenecientes a esta población, a una disciplina de soldado en guerra. Tenía siete familias. Lo quería así y las podía mantener. El régimen de usos y costumbres en este poblado del sur del país era el órgano rector y lo que Epícteto hacía no era criticado, al contrario, era bien visto. 

Acostumbrado a comer jabalíes, murciélagos, ratones de campo, topos, castores, tigres de bengala, jaguares y los animalitos propios de la zona, diariamente salía a cazar con ocho de los hijos que en total tenía con sus siete mujeres y les enseñaba el uso de las armas, tácticas de guerrillas y el fino arte de saber cómo esconderse en la selva y sobrevivir a toda costa a cualquier peligro.

Una fría mañana, el sol no acababa de aparecer por el este, ahí iban todos sus ocho hijos y él. De improviso Velino, el mayor de todos, que contaba con dieciséis años, cayó con todo y el rifle que llevaba agarrado, a un cenote de agua cristalina que nunca habían visto. Los cenotes son ojos de agua que no son muy extensos, éste debía medir como ocho metros de ancho y generalmente llegan a tener una profundidad de ¡setenta y cinco metros en adelante! Don Epícteto, apurado se arrojó al agua, acordándose en el aire que no sabía nadar. Sus otros hijos hicieron exactamente lo mismo.


Estos cenotes siempre están comunicados por cámaras profundas que conectan a todo el planeta Tierra por medio de ríos y mares subterráneos. Alrededor de estos lugares mágicos, se tejen historias desde hace muchas generaciones mayas, que cuentan que quien entra a uno de estos lugares húmedos, tendrá vida eterna. Pero maldito será aquél que quiera llevarse las piedras preciosas y los tesoros que aún conservan algunos ojos de agua. Hay dioses cuidando eternamente estos designios sagrados.


Sus ocho hijos: Velino, Tiburcio, Eufrosino, Gumersindo, Espiridión, Margarito, Claudio y Taurino y él, se ahogaron a los pocos minutos de querer salvarse unos a otros. Sus madres y las mujeres de este hombre lloraron la desdicha y les hicieron un ritual en la entrada de este cenote que estaba tapizado con hojas de árboles y por eso nunca lo vio Velino y cayó a él, provocando esta tragedia.


A seiscientos kilómetros de ahí, ya muy cerca de la parte más septentrional de la península de Yucatán, cuentan ciertos cartógrafos y antropólogos que no hace muchos meses, se ha establecido una tribu de nueve hombres, que decidieron aposentarse en una zona abierta, rodeada de pequeñas montañas, circundada por unos veinticinco cenotes que se cree que aún permanecen vírgenes. 


Nadie sabe de dónde han llegado estos hombres, ni cuándo se irán. Lo que sí es que cuidan y procuran mucho esta zona, la misma donde yacen estos hermosos cenotes sagrados y todos los días salen a cazar animales y a perseguir doncellas.




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Fin



martes, 28 de septiembre de 2010

Mi Mascota Gerarda

Desde hace muchos años había querido tener como mascota a una rata. Hace unos pocos meses que mi sueño desde niño se pudo hacer realidad. Todo empezó una tarde fría de enero que lavaba los trastes abstraído en mis pensamientos. Pensando siempre en el futuro. ¿Qué me depararía? ¿Qué sería de mí en unos meses? ¿Qué estaría haciendo en cinco años? ¿Cómo me veía?  Y todas esas cosas que uno se cuestiona cuando está en pleno uso de sus facultades de hombre joven. 


En un rincón por abajo del calentador que se encuentra muy cerca del fregadero, vi cómo algo se asomó e inmediatamente se escondió a toda velocidad. Sospechaba que podía ser una gran cucaracha, de esas que tienen alas y parecen más bien como ratones, del tamaño tan tremebundo que pueden llegar a alcanzar. Se sabe que las tortillas duras y las sobras de frutas y vegetales alimentan tan saludablemente a estos insectos que alcanzan dimensiones insospechadas. Deliberadamente dejé algunos trastes sucios para en la noche, para ver si volvía a aparecer ese animal que no pude distinguir bien a bien qué era específicamente. En la noche no hubo respuesta alguna. Y así pasaron dos semanas sin ver nada que pareciera raro o se moviera cerca de la zona de los trastes.


Esa tarde milagrosa, tallaba con la fibra los platos y la mugre que les colgaba. Al enjuagar, con el rabillo de mi ojo izquierdo pude notar la presencia de algo, nuevamente. Me estuve quieto. No me moví y volteé poco a poco la cabeza para ver lo que estaba ahí como esperándome. En la radio sonaba algo de Rod Stewart. 

Al voltear completamente pude ver a ese animal que para mí es la neta sobre todos los demás. Yo no quería ni un cuyo ni un hamster, gordos y perezosos. Yo quería a la reina de todas y todos. Agil, atrevida, astuta, osada, arrojada, agresiva, respetable, temida, nunca entendida. Quería una rata. Y una gran rata gris estaba ahí viéndome fijamente a mis ojos. Dicen los libros de ciencia que una roedor de estos tiene una sensibilidad más allá de lo imaginable y puede detectar que humano se puede acercar a ella para hacerle daño o quién se le acerca con intenciones nobles. Esta era de un tamaño no muy grande. Mediría unos cuarenta centímetros, más la cola pelona y rosa, rosa, de otro tanto. Desde ese primer instante que nuestras miradas se encontraron, pude admirar lo bella que era. Su pelaje gris plata brillante la hacía sin lugar a dudas un ejemplar de genética incomparable. Sin quitarme el ojo de encima se fue deslizando cautelosamente justo enfrente de mí. Estaba siendo salpicada por el agua de la llave que corría sin detenerse. Traté de adivinar qué era lo que quería este ser tan espectacular. Con cuidado quité un poco de los restos de jitomate que aún permanecían en un plato como sobras de la comida anterior  y con mis dedos pulgar e índice le acerqué un trocito con todo mi cariño y así lo tomó ella. Extendió sus dos patitas delanteras con una paz y una sumisión como nunca he visto cosa parecida. Me dedicó una mirada de tierna gratitud y agachó su cabecita para roer con calma su bocado. Mientras comía, cerré la llave del agua y volteó hacia mí como dándome las gracias. ¡Son unos animales bellísimos! 

Se lavó sus patitas o manitas, con más cariño y se me quedó mirando como diciéndome "¿me puedo quedar a tu lado?". Me sequé y le extendí mi mano derecha para que subiera a ella. Como que dudó. Los hombros se le elevaron debajo de toda esa alfombra peluda gris plata, para dar paso a un estiramiento sin mover las cuatro patas de su lugar. Entonces subió con mucha parsimonia, pero confiando en mí. Una vez arriba me hacía cosquillas con sus largos bigotes y parecía que era feliz. Yo sí que lo era. De niño había tenido un perro, pero no me gustó mucho porque cuando creció un buen día se desapareció y nunca supe otra vez de él. Esta mascota era tangible, real y nunca hubiera pensado en lo fácil que me había sido hacerme de ella. Creí que iba a tener que irme al basurero de la esquina, de noche y acechar hasta saltar sobre una de ellas, capturarla y adoptarla como mascota. No fue así.


Le llamé Gerarda. Era revoltosa y quién sabe si era hombre o mujer, yo le puse Gerarda.


Al llevarla a la escuela y al andar por la calle surtió el efecto que esperaba. La gente gruñía, unos vomitaban, niñas gritaban y hubo gente que trataba de pegarle con piedras grandotas. Al ver mi temple y que Gerarda no se les iba a los tobillos a morderlos, creyeron en mi palabra que era una buena ratita. Si hubiera sido persona hubieran dicho que era buena gente. Ella sabía quién se acercaba y con qué intenciones. Nadie nunca quiso acariciarla. Pero eso parecía no importarle. Me la pasaba dándole cachitos de bombones o de frutas o chocolatito, mientras yo estaba en clase o platicando con mis amistades. Como si fuera un halcón o un cotorro, ella andaba sobre mi hombro derecho muy digna, muy segura de que ése era su lugar: la cima del mundo. Cuando estaba muy contenta se paraba en sus dos patas traseras y ejecutaba una como marcha o baile, ahí la veía con orgullo y ella estaba radiante. Era una rata maravillosa.

                        
Gente del vecindario dicen que Gerarda mató a Don Cuco, pero yo les digo que él se murió de viejito. Ellos insisten que no, que la leptospirosis no da nomás porque sí. Da por estar en contacto con los orines o heces de los roedores y Gerarda convivía demasiado cerca de los vecinos. Nadie lo sabe, pero le daba agüita de los tinacos de la azotea. No nada más ha muerto este señor, ya van tres más y nueve más han enfermado de males, algunos raros y otras no tanto. Fiebre hemorrágica con síndrome renal, ébola, tuberculosis, hepatitis, salmnelosis, cólera, peste bubónica, tifus y rabia. 
 

Por cierto que Gerarda sí ha mordido gente, pero no es para tanto. Un día mordió a El Kansas, un muchacho sin hogar que anda de aquí para allá y que creo que no le pasó nada a él. La pobre rata mía ha estado con fiebre, diarrea y con un abundante vómito. Parece que se va a morir. La tengo hospitalizada y elevo mis ruegos para que esta gran mascota mía se salve. Ya le mandé decir una misa. ¡Ay! Estoy bien seguro que ella no ha tenido nada que ver con los males y muertes de la demás gente. Hace dos días me salió un escaso salpullido del lado derecho del cuello, donde solía cargarla, y siento un rarísimo dolor en la garganta que por ratos me impide respirar. Ha de ser por tantas presiones y tanto estrés que me ha provocado la enfermedad de Gerarda.




Fin
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lunes, 20 de septiembre de 2010

La Casona

La vieja casona de la calle del camellón con sus tres niveles siempre ha dominado el panorama de esa esquina donde está la escuela que es a su vez kinder, primaria y secundaria. Un añejo rumor se ha vuelto a esparcir en estos días. Dice la gente de la colonia que en esa casa espantan. En ella vivieron hace muchos años una familia conformada por un padre que era militar, su esposa y dos hijas de rostros bellísimos y de cuerpos envidiables. Tendrían en aquél entonces unos veinte y veintidos años, respectivamente. El frío polar que se siente al pasar por afuera de la casa es de antología. Es muy raro que uno vaya caminando y al pasar frente o a un lado de esta construcción antigua, el cuerpo perciba una estremecedora onda fría que enchina la piel.

El padre fue un general altamente condecorado en su labor en una guerra en el Oriente Medio hace más de veinte años. Su vida entera la ha pasado afuera de su casa sin ver crecer a sus dos hermosas criaturas. Su esposa ha sido la madre mexicana promedio. Descuidada, abnegada, sin cariño por parte del marido y pendiente del desarrollo de sus hijas Fernanda y Alejandra. Estas dos niñas, vivían normalmente, las dos estudiaban la universidad en aquel entonces. El general Enrique era un ser muy rígido porque así lo exigía la naturaleza de su puesto y las ganas de seguir manteniendo a otras dos familias más. Su esposa Graciela entendía que su destino era aguantar lo que el cielo le enviara de sufrimientos, pero siempre junto a su esposo y al padre de sus hijas. Graciela no repelaba, siempre estaba afanándose en hacerle grata la vida a su esposo infiel que llegaba a altas horas de la noche y en las mañanas se bañaba y se salía de la casa sin siquiera despedirse. Las hijas estaban acostumbradas a ser ignoradas por el padre. Ellas estaban en lo suyo. Fernanda, que era la mayor, tenía como novio a un muchacho que estaba a punto de recibirse como médico cirujano, y Ale ya planeaba su boda con su novio, un ingeniero civil con el que llevaba tres años de sana relación. Eran unas chicas normales, a pesar de haber crecido sin casi conocer a su padre.


Dice la gente que tiene más tiempo en los alrededores que una tarde el padre, en un arranque de celos asesinó a sus dos hijas con sus respectivos novios mientras comían junto con su esposa. Una bala para cada yerno frustrado y uno para cada una de sus hijas ilusionadas y envueltas en un manto de sueños truncados en ese momento. La escena fue indescriptible. Horrible, cuentan los policías que pudieron entrar a la vieja casona después del cuádruple crimen.


El general tenía tan buenas relaciones a nivel gubernamental, que una policía local no le iba a impedir seguir viviendo como a él le gustaba. Simplemente fue a presentar su declaración a la delegación y salió como la fresca mañana de ahí, para regresar a su casa. Entonces Graciela ya no encontró razón alguna para seguir tolerando las faltas de respeto y el que su exótico esposo la ignorara soberbiamente. Ella creyó que una vez que se llevaron a los cuerpos al servicio médico forense y su esposo a la delegación, él nunca regresaría. No contaba con las leyes y el personal de justicia que retuerce los caminos por apenas unos pesos.

La señora Graciela quedó muy afectada después de ver cómo impunemente su media naranja había asesinado a sangre fría a sus hijas y a sus prometedores novios. Después de haberles alojado una bala en la cabeza de cada uno, se sirvió un poco de bisteces con queso y un vaso con agua de sabor que estaban en la mesa. Graciela espantada llamó a la policía, pero ahora se daba cuenta que había sido para nada.

La historia citadina cuenta que una mañana , muy temprano, Enrique, el general retirado se estaba bañando disponiéndose para salir a Dios sabe donde, cuando Graciela enloqueció. Fue al garaje y sacó un recipiente de un litro donde su esposo tenía guardada la gasolina. Regó la puerta del baño y recargándose en ella se prendió fuego a manera de que las llamas y el mismo peso de su cuerpo arrinconaran eternamente a ese asesino mano suelta. Los alaridos de la señora se escucharon muy lejos de la casona antigua. Los dos murieron calcinados.

La señorita encargada de mostrar esta casa para poderla vender, dice que percibe algo muy extraño cada que le da un tour a los interesados en esta casa de tristes recuerdos. Generalmente quien se interesa es gente que no es del rumbo. Porque los que vivimos en la zona sabemos que a todas horas se oyen lamentos infrahumanos; discusiones a gritos, sollozos y maldiciones; aunque sabemos que la casa está vacía y nadie vive ahí. Los perros al pasar por fuera, como si vieran al mismísimo demonio, se detienen, pelan los ojos y salen aullando en dirección contraria. No hay persona de la colonia que no sepa que a esta casona se le conoce como la casa embrujada de la zona. 

Pareciera como si la familia de cuatro integrantes aún viviera ahí. A altas horas de la noche, entre las tres y las cinco de la mañana, se escucha el tintineo de copas chocando entre sí, brindando. Y después de unos minutos cuatro balazos espaciados por unos diez segundos entre uno y otro, acompañados de gritos de dolor espeluznantes.


La vendedora parece ser que ya encontró compradores. Es una familia de sólo gente adulta, un señor de unos sesenta años, una señora que debe ser su esposa de unos sesenta también y dos hijas de unos veinte y veintidos años, respectivamente.


El día de la entrega de llaves quise asomarme para ver el momento. Caminan despacio, pareciera que la vida les debiera algo porque ven con rencor a su alrededor, llevan la cabeza gacha, como tristes, como cansados. No debería decirlo, pero esa palidez cadavérica que noto en sus rostros me tiene intranquilo, preocupado.



Fin
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viernes, 10 de septiembre de 2010

Deudor

Ya no esperaba nada de la vida hasta que llegaste. Nunca creí que huir iba a ser el verbo que más repetiría y practicaría en mi vida.

Siendo la abonera incansable del refri, estufa y televisión que compré hace dos años y aún no acabo de pagar, tuve que salir de mi casa huyendo, dejando todo atrás y embarcándome a Alaska, para que ahí nadie me encontrara.

Supe por comunicación con mis familiares y amigos que te cobraste con mi casa.

No importa. Acá no gasto y no pienso regresar. Vivo en un iglú con siete parejas de eskimales que me dieron refugio a cambio de que pesque todo el día para ellos. Aprendí a comer focas, pingüinos y ballenas. Extraño mis frijolitos charros, esos que me hacía la Tía Lupe y las tarjetas de crédito.



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lunes, 6 de septiembre de 2010

Progresando

No puedo olvidar el día que me quedé sin trabajo.


Mi ira estaba desatada. El disgusto existencial que tenía con la vida y con toda la raza humana, ese día había hecho crisis. Alcanzó su punto máximo cuando, estando en el súper, y casi a un paso de llegar a la caja a pagar mis mercancías colocadas en mi carrito, sin decir agua va, la cajera sacó un cartoncito que decía: "Fuera de Servicio" de uno de sus cajones y con veloz habilidad lo colocó en el espacio dispuesto para colocar la mercancía. Sacó el dinero de cada apartado de su caja y se fue caminando muy derechita de la espalda, desapareciendo entre la multitud de gente, con rumbo a las oficinas del centro comercial que estaban en un piso superior. 



Cuarenta y cinco minutos estuve parado esperando a pagar civilizadamente mis cosas y la fulana ésa realizó ese movimiento que me hizo dejar mi carrito cargado de cosas y salir enojadísimo. No tenía aire ni estómago para reclamar. Ese día en la mañana me habían corrido de mi trabajo después de treinta años. Dicen que se me vio mascando chicle dentro de las oficinas. Lo que se me hizo francamente injusto, pues sí mascaba chicle, pero en la cafetería y aún faltaban dos minutos para las tres de la tarde. Ese debió haber sido Juan Francisco, siempre me ha tenido tirria y no sé yo por qué. Supuse que había sido él porque cuando tomé mis cosas y me empecé a despedir, había una mirada brillante y triunfal en ese par de ojos café rata, que no podía ocultar. Mi salida le dio un gusto enorme. Siempre estaba riñendo conmigo. Me presumía cosas y luego, cuando yo le platicaba algo, creía él que se lo decía para hacerlo sentir menos. Está loco. El debió haber ido con el chisme con la señorita Claudia, de Recursos Humanos. Y ella tan chula. Ya no me pude despedir de ella, pues sólo trabaja medio tiempo y porque los cheques de liquidación los da el cajero, un chaparrito insignificante cuyo nombre nunca se me grabó.


Después de salir del centro comercial sin haber hecho una sola compra, decidí gratificar mi día tan malo con una cena en el restaurante que está saliendo por la puerta sur. Para pedir mesa hice una fila de unos diez minutos. Como nunca falta, una señora de bigotes güeros se metió y no faltó quien reclamó, entre ellos, yo. La pasaron de todas maneras antes, a la incivil aquella y su recua de siete personas. Había mucha gente, ya era de noche, casi las ocho y se notaba que las meseras eran insuficientes para esta tarea de atender tantas mesas. Con los nervios casi deshechos, tomé asiento y me tocó al lado de una mesa donde había tres niñitos de menos de cuatro años, los tres se pegaban, jugueteaban y gritaban a todo pulmón. En la parte de atrás estaba una mesa de adolescentes toma-café que van a ligar a la mesera y se la pasan pidiendo tres horas de puro cafecito de dieciséis pesos. La música ambiental tocaba Abba, luego Phil Collins y alcancé a oir a Rod Stewart antes de levantarme y hacer uno de mis escándalos que a veces son necesarios.


Pedí hablar con el Gerente, pero éste era un individuo que se veía que apenas comenzaba en estas labores del trato con la gente y a trabajar en su vida total. Las mangas del traje le cubrían las manos y la corbata la traía toda chueca. Los pantalones del traje azul marino brilloso, brilloso, tapaban por completo unos zapatos que se adivinaban ya muy gastados a juzgar por el grueso de las tapas que en un descuido se asomaban por debajo del largo pantalón. Su bigote mal afeitado y un olor a sudor del Metro, así como un gallote en la cabeza, me hicieron incomodarme más. Habían pasado ya quince minutos y nada que me servían mi hamburguesa. Al irme a sentar vi que la señorita ya traía mi orden y de inmediato pedí la cuenta. Se tardó otros quince minutos en llevármela. No le hace, la espera ya no fue tan ardua, pues comiendo hamburguesa y bebiendo café me tranquilicé un poco. 


Al revisar mi cuenta vi que me había dado otra, por supuesto más cara. Era la cuenta de la señora de bigotes rubios con siete acompañantes, que estaban ya en la caja, nada tontos pagando una cuenta que era como cuatro veces más barata de lo que debían pagar. Queriendo correr a la caja, una mesa de nueve viejecitos, cada uno con una andadera me impidieron el paso, traté de hacerle ver a la mesera su error y ella lo negó todo. Me advirtió que esa era mi cuenta y que si no quería pagar que lo viera directamente con la policía que estaba en la puerta. Una policía chaparrita, morena, con ojos de espanto y con la mirada perdida cuidaba el local.  No había cómo pasar delante de estos venerables señores que me impidieron evitar agarrar a la güera bigotona y sus secuaces. Esperé. Pensé que si la policía estaba ahí era experta en desentrañar misterios y arreglar conflictos. Antes de pagar pasé con ella y de tirón le expliqué el malentendido que había ocurrido con mi cuenta. Adjetivos más, adjetivos menos, después que acabé mi monólogo le pregunté: "¿Qué me aconseja hacer?". Ella, con esa cara de simio y con una comprensión cero del asunto, se limitó a preguntarme con un hosco sonido, creo que un gruñido proveniente desde lo más profundo de su garganta: "¿Muhhhééé?" 


No pagué la cuenta. Se la sorrajé en la cara y salía  toda prisa de ahí. Ya oía a las patrullas tras de mí y siendo yo más listo crucé por las callecitas para ir a mi casa en vez de andar por las avenidas. Abriendo el zaguán de la puerta principal de mi casa, una mano se posó sobre mi espalda acompañada de una voz que me dijo: "¡No ponga resistencia y acompáñenos al M.P.!"


Después de tres días de estar en los separos, me hicieron pagar la cuenta y al final salí. En esas setenta y dos horas conocí a lo más granado del hampa de la zona. El Chino, sujeto que vende artículos de dudosa procedencia en las calles de la colonia; El Sapo, un chavo todo idiota, que a cada rato lo refunden por andar manoseando mujeres y hombres en los microbuses; El Hierbas, cruel comerciante de droga en pequeño, consigue de toda clase, tamaño, tipo y origen; y El Neto, recio hombre de negocios con tratos entre las policías de todo tipo y clase en el país y allende las fronteras.



Adentro me hice de contactos muy interesantes. Ya basta de andar dejando currículas aquí y allá para que luego ni me hablen. Ahora he empezado a vislumbrar un negocio que va a cambiar mi vida y la de los míos. El progreso está a tiro de piedra.



Fin
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viernes, 20 de agosto de 2010

Risueño

Siendo rey Felipe II en España, en México en la época de la Colonia existieron Tribunales Eclesiásticos establecidos para inquirir y castigar los delitos contra la fe. Antes de llevar a cabo sus acciones de castigo, se le daba un "tiempo de gracia" al acusado, que era el periodo de un mes. Se efectuaban predicaciones para efectuar autodenuncias, tras las cuales el autodenunciado y por lo tanto, arrepentido, era perdonado. En caso que el acusado no se arrepintiera de su grave falta de fe, se le iniciaba un proceso, condenando a los que no se arrepentían y a los llamados "relapos" (reincidentes de herejía) a diversas penas, entre ellas estaba la máxima que era morir quemado en la hoguera. Se buscaba la confesión del acusado, para lo que la Santa Inquisición creo el método de la tortura.


Como conocemos, había diversas clases de torturas para que la gente dijera que sí, que había tenido pensamientos impuros, o que se habían acostado con alguien que no fuera su respectivo cónyuge o que se habían robado algo, o lo que es peor:  que hubieran renegado de la fe teniendo otra religión u otro ser a quien adorar que no fuera Dios. Suciedad personal, también. Si practicaban adivinación, brujería o superchería, también. Aberraciones sexuales y cosas no establecidas en la Biblia eran consideradas dignas de castigo. Animalismo, igual.


 Todos se vigilaban entre sí y ay de aquél habitante de la ciudad que lo encontraran en alguna de las faltas anteriores porque de inmediato corrían a avisarle al Santo Oficio conformado por sacerdotes ordenados para guardar la fe y pugnar por la salvación de las almas de sus fieles. 
Entre las actividades de tortura estaba: las cosquillas directas a las plantas de los pies descalzos de los acusados con la pluma de una pichón peregrino, muchos ya no llegaban al juicio porque morían irremisiblemente de la risa. 

Una muy cruel era hacerles la clásica "bolita"; entre diez a doce sacerdotes se arremangaban la sotana y al sospechoso de haber atentado contra las buenas costumbres eclesiásticas lo colocaban en la esquina de un calabozo y cada padre se le echaba encima con saña. Cuentan historias que aún se conservan en libros antiguos, que generalmente la víctima de esta cruel tortura acababa confesando su pecado. 


El potro de castigo, era algo sumamente doloroso. A quien estuviera señalado lo acostaban en un potro de salto, como el que se utiliza en la gimnasia y lo extendían boca abajo, teniendo cuidado de amarrarle bien las muñecas y los tobillos a dos postes que se hallaban uno delante y otro detrás del aparato. Estas cuerdas que sostenían al infeliz que padecía este trago amargo, a su vez lo jalaba una polea estirando al máximo su cuerpo y, o confesaban o se morían con las vísceras, pulmones y vértebras reventados. 



Los garrotazos era de lo más efectivo. Había quien aguantaba hasta treinta y cinco golpes en la cabeza antes de decidir decir su falta. Los que no, se desvanecían muertos frente a la gente que no se perdía estos perversos espectáculos.



La ley fuga con piedras de gran tamaño era otra bestialidad de estos animales atrasados.
Una era matarlos de aburrimiento enviándolos a un convento en completo estado de aislamiento. No veían a nadie y se la pasaban todo el día dentro de una pieza que sólo contaba con un catre y un cubo de madera para ir por agua al río sólo una vez por día; adentro de un gran castillo enclavado en las montañas.
Los colgaban del cuello como si los fueran a ahorcar y cuando la cabeza se empezaba a separar del cuello los soltaban. Así una y mil veces hasta que pasara  lo que tenía que pasar.
Los agarraban de los pulgares y justo a la mitad del dedo de cada mano los trepaban a un árbol esperando  resultados favorables. Claro, si antes no se separaban los dedos y los castigados no se desangraban.



 Con el paso del tiempo, estos desalmados de la Inquisición fueron creando instrumentos ya no de tortura, sino de tortura y muerte. Hablando de éstos últimos, crearon un sarcófago tipo egipcio, en el que al infeliz que se sospechaba de él o ella, los metían de pie, con los brazos pegados al cuerpo y extendidos y desde abajo hasta arriba y por dentro, tenía unos picos de acero tan puntiagudos que al cerrar el sarcófago, los treinta picos que tenía de cada lado, se clavaban en la piel del desdichado que se encontrara adentro y le reventaba todo el cuerpo en un instante. Guillotina, jaulas de tortura, silla de clavos, aplanacerebros, emparedados por paredes, cinturón de castidad para él y para ella, fueron algunas de las lindezas que cvrearon estos hijos de Satán.



Cuando ella o él confesaban alguna falta, cada miembro del tribunal platicaba a solas con el acusado., se les obligaba a usar el Sambenito, ese capotillo que llevaba gorra y los cubría durante unos quince días, mientras se les pasaban las ganas por seguir delinquiendo en contra de la iglesia Católica. Así, la demás gente los reconocía como pecadores que estaban tratando de ser salvados de las garras del mal. Si era dama y joven, generalmente les pedían favores de la carne. ¡Todo está documentado! Si eran hombres, les pedían que se portaran bien y los obligaban a dar una cantidad de limosnas o tierras o propiedades de por vida, a estos padrecitos abusivos. Ellos sí juzgaban y aplicaban la sanción que mejor les parecía, pero, ¿ y a ellos quién o quiénes los juzgaba y castigaba? Nadie.



Eran tan exagerados estos señores de la Santa Inquisición que un día se llevaron a un señor que se estaba sacando un moco abajo de un poste. Después en el juicio dirían que no fue el hecho de escarbarse la nariz, sino el placer gozoso que reflejaba el rostro de este individuo que murió ahogado en un tonel de agua, al practicarle varias inmersiones tomándole de los cabellos y obligándolo a tragar agua y a respirar casi nada. Sus pulmones reventaron.


 La gente al ser gente siempre estaba tentada por las debilidades propias del ser humano. Los siete pecados capitales y más se asomaban a diario y sólo hacía falta un chismoso para que se llevaran a alguien a ser torturado. Agarraban parejo tanto con hombres como con mujeres.


Todos los señalados esperaban siempre evitar morir quemados en leña verde, que era la pena máxima que decidía el supremo Tribunal, cuando veían y reconocían que el mal provocado había sido exageradamente mayor. Aunque no siempre era así. Dependía mucho de qué humor hubieran amanecido los padrecitos. Cuentan los libros que una vez quemaron a una señora acusándola de bruja porque una vecina la vio haciendo monitos tipo vudú y les clavaba agujas. La señora se espantó tanto que nunca pudo explicar a estos venerables señores de la Santa Inquisición, que eran sus trapos que hacía para ejercitar sus manos porque padecía artritis. La quemaron ahí donde ahora es el Zócalo de la Ciudad de México. Un domingo a las doce del día para que nadie se quedara sin asistir.


La Santa Inquisición dejó de hacer tanta infame actividad cuando un domingo en la tarde, degollaron a un campesino que lo encontraron alzándole la falda a una señora que no era su esposa y, lo que los obligó a declarar la muerte inmediata fue esa cara, siempre la cara, de placer que puso después de ver hacia adentro de lo más íntimo de esta señora que, por cierto, dice la historia, nunca se quejó. 


Al campesino le dio un ataque de risa justo cuando lo conducían a colocarse para que le separaran la cabeza con una pala muy afilada. No mostraba resentimiento, menos arrepentimiento y sí mucha diversión. Se veía que la estaba pasando bien. El verdugo muy en lo suyo. En la parte de atrás de donde se encontraban el condenado y el encargado de darle muerte, estaba una mesa con doce sacerdotes frotándose las manos para ver sangre. Sus ojos estaban desorbitados, esperando que la cabeza se desprendiera del cuerpo. Pero empezaron a ponerse incómodos cuando la risa del condenado los comenzaba a contagiar. Apuraron la orden para que el verdugo diera el lancetazo mortal y lo hizo. ¡Crock! El golpazo fue certero y rápido. Se vio que no sufrió el pobre campesino. Pero, siempre hay un pero en la historia de cualquier país. Su cabeza rodó unos seis metros y nunca cerró los ojos. De hecho, seguía riéndose más aún de que todavía su cabeza estuviera unida a su cuerpo. ¡Su cuerpo se convulsionó y se puso de pie! ¡Comenzó a bailar con una gracia que la gente que se congregó a este espectáculo ya estaba agarrando el ritmo y querían bailar al son del cuerpo sin cabeza! La cabeza, a la distancia, seguía los contoneos de su cuerpo ¡y se reía de sí mismo! Más de uno de los sacerdotes del Tribunal Supremos de esta infamia llamada Santa Inquisición, pidieron ser relevados y algunos más salieron a España de inmediato, olvidándose de sus fieles seguidores y de salvar almas por medio del castigo inhumano.


Ese día se puede buscar en la Historia de México y en los archivos nacionales como la Tarde del Risueño. La cabeza de este campesino se dejó de reír hasta el otro día. El cuerpo sólo bailó dos horas más después de que los padrecitos salieron vomitando y huyendo hacia su patria.



Durante dos semanas sólo se habló de esa tarde, de la cabeza risueña y del cuerpo bailarín.





Fin
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jueves, 19 de agosto de 2010

Al Pie de los Volcanes

Hace exactamente veintitres años, una mañana de agosto, agarré mis pants, me puse mis tenis, mi gorra de estambre negra, una sudadera de algodón bien calientita, como veinte pesos y mis llaves. Salí del departamento. Aún la madrugada sabía a noche. El esmog estaba abajo, flotando a la altura de los ojos. Los ruidos que invadían mi alrededor eran de automóviles que se oían en mi camino a la calzada Zaragoza. Al lavarme la cara desperté más rápido que siempre. El frío era normal para esas horas y para esa época del año. 

Había una ruta de microbús que decían Ozumba y que era exactamente el que debía abordar para llegar al lugar de entrenamiento. Eran casi las seis de la mañana y el transporte ya llevaba media ocupación. El tryecto lo tuve que hacer la mitad de pie.


Los amantes de la carrera han de saber que entrenar a un nivel más alto al de la ciudad de México-- que ya de por sí es alto, 2240 metros sobre el nivel del mar--, hace que los pulmones y el corazón crezcan y la sangre se nutra con más oxígeno. Por lo tanto, se adquiere una condición física de excelencia. A los maratonistas mexicanos se los llevaban al Nevado de Toluca y a los andarines, los llevaban a hacer campamentos de altura en La Paz, Bolivia.


Mi entrenador en ese entonces fue un corredor que nunca logró destacar tanto como algunos otros entrenadores que llegué a tener más adelante. Pero era una persona divertida. El Enterrador, le decían algunos miembros del gremio. Así como era, había acondicionado el pequeño pedazo de tierra plana al pie de el Popocatépetl y de la Mujer Dormida, ahí en Amecameca, para entrenar con sus quince o dieciséis elementos humanos que lo acompañaban a entrenar a Chapultepec, el Desierto de los Leones, La Marquesa, o donde él decidiera dónde se correría, qué días y a qué hora. Yo era uno de esos elementos. Mi hermano, otro. Ese día no me pudo acompañar no sé por qué.



Me bajé del microbús a las siete y cinco de la mañana y caminé como siempre unos dos kilómetros hacia unos maizales y al lado de un riachuelo, flanqueado por unos árboles frondosos que hacían ir viendo al lugar como digno de una postal. Era un paisaje memorable, de verdad. El cielo me recibió con esa limpieza que sólo se ve en lugares afuera de las ciudades. Un azul portentoso y una que otra pluma blanca en el cielo que pretendían ser nubes.El camino me iba acercando a los dos imponentes y majestuosos volcanes que poco a poco iban caminando hacia mí. El viento que soplaba era no frío, era helado. Helado pero aguantable. Era ese rumor gélido que poco a poco se va metiendo a la nariz y por arte de magia saca líquido de la misma .No se puede controlar. El mismo clima abrazaba a mi cuerpo y era necesario moverme, hacer calistenia, empezar a calentar, a correr.


Llegué antes que todos. La cita era a las ocho y faltaba media hora para saludar a los amigos que poco a poco se irían reuniendo a la hora acordada. Decidí comenzar a correr. Ese día, según mi bitácora, me tocaban correr quince kilómetros. En ese entonces era como decir: come un helado. Los hacía con gusto, con muchas ganas y con una emoción de niño. Calculé que el circuito tendría unos cuatro kilómetros. Recorrí una recta como de ochocientos metros, era un camino plano, de tierra dura. A mi lado nacía una ladera que me indicaba que subiendo unos dos metros de esa lomita había todo un campo maíz, que corría paralela al camino de terracería. Era muy cómodo pisar esa tierra. El panorama se había hecho un poco agreste, pero los volcanes quedaban a mi espalda. Después de la recta inicial venía otra recta con una inclinación de unos cuarenta y cinco grados hacia la izquierda. A mi izquierda siempre estaba la lomita y arriba los maizales, del lado derecho estaba pelón, descampado, el único árbol que se veía estaba como a unos dos kilómetros. Cuando se acabó esa segunda recta estaba otra pequeña de unos doscientos metros. En la terminación de este tramo del circuito que corría, se asomaban unas cinco casitas de lámina y afuera de ellas estaban unos seis perros que al verme se levantaron y a lo lejos empezaron a ladrarme. Estaban lejos. Sabía por consejos de mis padres, de familiares y de amigos que no debía tenerles miedo y demostrarles quién era el que mandaba bajo cualquier circunstancia y en cualquier lugar.

El aire frío del lugar se había convertido en una mezcla de calor incómodo con el movimiento de cada zancada. Las mejillas las sentía ardiendo y me deleitaba oyendo mis pisadas sobre esa pìsta improvisada que la naturaleza me regalaba. Mi respiración se acompasaba con mis pies. Era un concierto de sonidos sordos, de bajo volumen. El sudor me humedecía la espalda y la cara. Los volcanes con sus picos nevados me seguían ahora de mi lado izquierdo. En pocos metros estaría nuevamente de frente hacia ellos.


Me acerqué como si nada a estos cánidos, pensando que al verme sin temores, se estarían tranquilos rápido y se irían. Pero no. Mientras más me acercaba, más enojados y más cercanos los veía. Yo tomé las cosas con calma y estaba pensando qué hacer mientras seguía corriendo a mi paso veloz.. Cuando de plano los vi como a veinte metros, ágilmente di media vuelta y traté de ganarles por velocidad. Lo hice preventivamente, para que no me molestaran. Pero fea fue mi sorpresa al ver que al dar el giro sobre mi propio eje, ya estaban royéndome los tobillos y ladrándome a la altura de la cintura cuatro perros de esos seis que había visto hacía apenas unos instantes. Dos los traía ya a los lados y los otros dos  ¡iban enfrente de mí!. Me dio mucho miedo, debo confesarlo. No veía ningún sitio para guarecerme o algunas piedras para atacarlos. Quien sabe si me hubieran dejado hacer algo, pues los traía salte que salte pegados a mi cuerpo, que no se cansaba de correr a toda velocidad. La boca me comenzó a saber como a cobre, el corazón tenía unos latidos mucho más rápidos que los que yo conocía, sentí que se me iba a salir la pipí, el momento era muy difícil. ¡Guau! ¡Guau! ¡Guau!


Traté de dar un golpe de timón para despistarlos y subí a la lomita donde arriba había sólo tierra floja y la huella de maizales. Lo bueno que tenía una condición física muy buena porque a partir de ahí mis pies se hundían zancada tras zancada en la tierra suelta que más bien parecía agua. Aun así, ahí iban los perros tras de mí. Angustia y ansiedad era lo que sentía mi cuerpo.


Me miraban con un odio infinito. Me cansé de que estuvieran divirtiéndose así conmigo, de esa forma tan abusiva y con todo el volumen que aún tenía mi voz después de semejante sustazo me detuve y como si estuviera celebrando un gol, cerré los puños con la cabeza viendo hacia el suelo y haciendo el tronco hacia adelante comencé a gritarles con voz en cuello: "¡Ya cabrones!", "¡Déjenme!", "¡Por favor!", "¡Yo no les estoy haciendo nada!" "¡Yaaaa!".


Mi treta sirvió. No se me ocurrió hacer otra cosa. El cansancio y el terror me orillaron a eso. En ese instante sucedió algo mágico. Como si fueran unos animales mansos, nobles y buenos, sus miradas cambiaron de una de odio infernal a una de ternura y alegría. Los perros, que eran de buen tamaño los cuatro se voltearon a ver entre sí y hasta sus ladridos cambiaron el tono. Puedo asegurar como que dijeron: "¡vámonos!". Y aún más, por las miradas que me echaron los cuatro, pienso que hasta se despidieron de mí. Se dieron cuenta que yo no les iba a hacer ningún daño, que era una buena persona.


Sentía la cara color verde. No tenía saliva. Las piernas apenas me sostenían, se iban bamboleando de un lado a otro. Me fui caminando sobre los maizales y a lo lejos vi a unos señores trepados en unos tractores, pero muy a lo lejos. Cuando llegué al punto de reunión con mis amigos corredores, nadie notó mi palidez de muerte. Cuando uno corre muchos kilómetros es normal perder muchos nutrientes y más normal es andar siempre con caras color amarillas o verdes. Sólo me mareé horriblemente después de saludar a todos, se me nubló la vista y al voltear a ver a los mayestáticos monumentos de volcanes que habían visto todo, noté un alivio instantáneo.





Fin
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martes, 10 de agosto de 2010

Muertes Raras IV

Isaías tomaba alcohol con sus amigos y jugueteaba alrededor de las albercas del balneario donde estaban de visita ese fin de semana. Se sabía entre toda la palomilla que a Isaías se le botaba la canica cuando se ponía ebrio. Cuando no se ponía a llorar, le daba por echar pleito con cualquier persona extraña que pasara por donde estaban tomando. Si estaban bebiendo en algún lugar cerrado, el pleito era directo con los meseros o con el personal del bar. Si era al aire libre, algo se le ocurría para estar de desastroso. 


Esa, su última noche en ese lugar lleno de albercas, hizo algo impensable. Discutía con Alfredo que él había sido un famoso clavadista y su amigo se reía en su cara diciéndole que era un mitómano. "¡No! ¡Tienes que creerme, fui casi seleccionado a las Olimpiadas de 1992 en Barcelona, España!", gritaba con voz en cuello. Alfredo se divertía, retándolo: "Tú no eres mas que un pinche pedote". Irritado como nunca se decidió a mostrarle a su amigo que lo que le estaba diciendo era cierto. Dejó su vasito de plástico lleno de ron en el pasto y poco a poco y como pudo se fue desvistiendo hasta quedar en trusa. Los demás sólo le reían divertidos al ver qué barbaridad iba a hacer esta ocasión. 


"¡Mira!", y corrió como poseído a aventarse a la alberca más lejana de las cuatro que estaban cerca de donde convivían.  Su cuerpo elástico se elevó una altura respetable y lanzando cabeza, hombros, brazos y manos hacia adelante, se proyectó al agua con la plasticidad y gracia de un guepardo persiguiendo a una gacela.

¡Poink! 

La oscuridad de la noche y el torrente sanguíneo llenó de alcohol de este ex deportista, no le permitieron fijarse que el pedazo de agua que escogió para aventarse era el chapoteadero. Su cabeza la dejó regada adentro de la alberca para niños y su cuerpo quedó inerte.


Lamentable.



Fin
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Viejito Caprichoso

Don Cuco es un hombre ya mayor, muy mayor que ha sido un verdadero conquistador. Desde muy niño se ha distinguido porque ninguna mujer que le haya gustado se le ha resistido. Aunque su piel ya arrugada y colgante, dos tremendas nubes en cada ojo y sus escasos dientes lo delatan como alguien arriba de los ochenta y cinco años, él sigue confiando en su labia y sus cualidades propias que ha sabido desarrollar a lo largo del paso del tiempo. Es un ser simpático. Lugar donde llega, lugar que la gente se le acerca por ese gran magnetismo que lleva de aquí para allá. Se sabe reír de sí mismo y de los demás. Más de los demás. Ha tenido mujeres de todo tipo y de nacionalidades tan exóticas como dos morenas de Papúa, Nueva Guinea y otra de Micronesia. Un año anduvo de novio con una pigmea de la selva del Amazonas, cuando su cabello lo peinaba como Elvis Presley y su autoestima andaba por las nubes.

Obviamente nunca quiso casarse. ¿Para qué?


Una tarde primaveral, Don Cuco andaba casi con la lengua de fuera y no por el calorón de treinta grados que se sentía en la ciudad. En la cuadra cerrada donde vivía llegó a vivir una viejecita de carita tierna , de casi unos noventa años. Amable, ella, saludaba a todo el mundo con su carita de buena gente. Sin dejar pasar tiempo, Don Cuco trató de besar la boquita de la viejita. Al ver que no se dejaba, trató de sobrepasarse de otro modo más cruel. Como no se dejase la gran mujer, el viejito le sorrajó catorce bastonazos que la llevaron directo al otro mundo.


Don Cuco purga una sentencia que no fue tan larga. El juez sólo le dio cincuenta años. Si muestra buena conducta, le podrán reducir la sentencia a cuarenta y cinco añitos. Suertudo, el anciano.




Fin
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domingo, 8 de agosto de 2010

Asesor Presidencial

Loquito le dicen sus compañeros de trabajo. Su frágil figura aniñada lo hacen verse quince años más joven de lo que realmente es. Nunca se peina. No es necesario. Su pelo echado para adelante no le crece y nunca se le cae, permanece fijo en su cabeza de forma de gota de agua. Todos los días llega al Palacio Municipal a trabajar en su puesto de auxiliar de la dirección. Con su voz chillona y de gran volumen, Miguelito atiende los requerimientos de su grupo de trabajo. Si es necesario va hasta por las tortas. Es un ser noble dentro de toda su locura. 
Sus colegas de labor lo conocen desde que siendo un adolescente entró a trabajar al Municipio. Ha visto pasar a siete presidentes municipales y uno de ellos llegó a ser secretario de Hacienda hace dos sexenios.


Sucede como en muchos casos que Miguelito es un arma secreta para el partido en el que radica desde hace mucho tiempo. Nunca acabó la primaria como todos los munícipes del pueblo, pero se dedicó de lleno a hacer crucigramas, a ver programas de concursos y a oir el radio cada que podía. El no tiene nada en la cabeza anormal, sólo sabe más que cualquier persona del poblado. La estrategia desde entonces ha sido cuidarlo y abanderarlo de tal manera que siga asesorando a todos los insignes presidentes municipales del lugar para que saliendo de aquí, gracias a este Miguelto, se sigan animando por pelear un lugar para presidentes de la República. Un diamante pulido, este asesor encubierto.
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Fin

Cada Quien

Aurelio es un joven veinteañero que tiene aún cara de niño, pero cuerpo de señor. Las penurias de trabajar en el ramo de la construcción lo han hecho multiplicar sus carnes. A pesar de la rudeza de sus hombros, espalda y brazos, la carita de niño suaviza el entorno global de todo su cuerpo.

Una mañana dominical iba a hacer ejercicio al deportivo que queda por su casa. Intempestivamente, una perra que traía jalando de su cadena una morena delgada con caderas perfectas, se le abalanzó y se le aventó, mordiéndolo en el cuello. La dueña, de nombre Sheily, que parecía una mujer que exclusivamente existía en las revistas, en los eventos donde hay actrices y modelos, se acercó a quitarle a su animal, la Güera.


Pero sucedió algo muy loco. Los dos... ¡se enamoraron! 
Después del susto para Aurelio, se comenzaron a abrazar con ternura sin igual. Un brillo en los ojos de ambos dio lugar a unos besotes de ensueño. En la boca, en el cuerpo, en todas partes. Le lamió con sensualidad la sangre que en ese instante manaba de su cuello de campesino rudo. Se olvidaron del tiempo, de la vida, de todo. Sólo se estaban amando fundidos en un abrazo excepcional. Unico.

Próximamente se anunciará a toda la comunidad el enlace matrimonial de esta nueva pareja.

La Güera será desposada por Aurelio, recio hombre de palabra. Se espera que los padrinos por parte de La Güera, la perra, sean su ama, Sheily y su novio, Ezequiel. Por parte de él, sus padrinos serán su madre, Rosy y su padre, Alonso.
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¡Enhorabuena!




Fin

domingo, 25 de julio de 2010

Médicos


Es increíble lo que le acaba de pasar a doña Trini, la del seis, esta semana en el hospital de zona de la colonia donde vivimos. Cuenta ya repuestita la vecina que, unos fuertes dolores en el estómago, del lado derecho y en la parte baja, por donde está el hígado, la llevaron a consultar a su doctor. El facultativo le dijo que era cuestión de vida o muerte internarla de inmediato. Doña Trini siguió al pie de la letra las instrucciones del médico y no le dio tiempo siquiera de regresar a su casa. Avisó a sus hijos y esposo y de inmediato la vistieron para operarla de probable cáncer maligno en el estómago, con ramificaciones hacia el hígado. Estaba un poco incómoda porque llevaba tres días sin bañarse y no por sucia, sino que, como es común en esta ciudad, en la colonia donde vivimos falta el vital líquido muy seguido. El galeno la roció con alcohol y después de esperar a que el anestesista hiciera su parte,comenzó con el ritual. Las enfermeras en turno, asistían con una responsabilidad encomiable a su jefe.
Doña Trini despertó en su cuarto, bueno, no. No era propiamente su cuarto, mas bien una gran habitación que compartía con once camas más, con sus respectivas pacientes encima de cada una de ellas. Había mujeres que esperaban dar a luz, dos lo acababan de hacer, una estaba agonizante y tres más por enfermedades disímbolas entre sí: anemia, tifoidea y lupus. Era un mosaico multicolor ese lugar. Sólo había un familiar por cama porque como es hospital del gobierno, no puede estar más de un pariente con el enfermo y se deben estar intercambiando una tarjeta los familiares, expedida por el mismo instituto benefactor para entrar y salir del mismo.


Cuenta doña Trini que al despertar sentía más dolor en el estómago que al ser ingresada a la sala de operaciones. Señora de cuarenta y cinco años, menudita como era, no toleraba esa incesante punzada, ahora ya no en la parte baja de su lado derecho, sino en todo lo que se dice panza. Gemía y lloriqueaba, pero su hijo, Tomás, que era el que tenía el turno y la tarjeta, la animaba y le decía que era normal; que pronto estaría bien. Eran cerca de las once de la mañana, la operación no duró ni dos horas, pero la señora Trinidad se las estaba viendo duras.  Alrededor de la nueve de la noche, las demás residentes en ese lugar de dolor estaban ya hartas de que la señora Trini no respondiera ni a las medicinas ni al paso del tiempo, que se supone cualquiera de los dos ya la hubieran hecho mejorar por ser la hora que era. La mujer que agonizaba, en esos momentos exhaló su último aliento. La enfermeras llegaron como cuarenta minutos después y como quien mete a su perro a la cajuela del auto, estas insensibles damas de blanco, con caras de fastidio, la retiraron de la cama, desconectaron todos los aparatos, la colocaron en una camilla, se la llevaron sabe Dios a dónde y volvieron a tender la cama con otras sábanas. Así, como si fuera cualquier cosa.
Entonces, como no dejaba dormir a las demás con sus ayes de dolor y su llanto cada vez más escandaloso, decidieron llamarle al doctor que la había operado. Le llamaron y de inmediato se regresó al hospital este adalid de las causas difíciles. Lo agarraron adentro de la estación Salto del Agua del metro, ya iba a punto de transbordar con rumbo a su casa en el oriente de la ciudad. Atento y educado, regresó a seguir cumpliendo con su deber.

Al volver a abrir la misma rajada previa, el médico casi se desmaya. Lo que vieron sus ojillos rojizos y rasgados, fue algo digno de comentarse en todos los círculos sociales y en todos los estratos posibles de este México tan nuestro. Una cubeta de plástico de esas de veinte litros iba poco a poco apareciendo, primero una asa de metal redondeada, que, seguramente era la parte del objeto ajeno al cuerpo de esta señora lo que más le molestaba y dolía. Después poco a poco fue saliendo el contundente artículo de limpieza de su estómago. Uno pudiera pensar que fue un error humano y que a cualquiera le pudo pasar, pero lo que de plano el doctor ya no toleró fue que la cubeta aún traía adentro de la misma, ¡la jerga para trapear los pisos con un poco de agua y oliendo mucho a clarasol!


Al averiguar qué pudo haber pasado, todos quedaron convencidos con el acto de contrición de una de las enfermeras que estuvo presente en el lugar de los hechos. Casandra contó su verdad.


-- Estábamos la Julia, Albina y yo tomando cafecito, doctor, después de que usted hubo acabado la operación, cuando vino doña Mary, la del aseo, ya sabe que le gusta andar metiéndose aquí y allá. Por cierto, antes que se me olvide, creo que se le olvidó suturarle bien la herida a la paciente porque doña Mary, ya ve que es bien metichota, se metió al quirófano y ahí andaba jugando con su cubeta de plástico dándole vueltas en su misma mano como si trajera un aro hula-hula, o algo parecido. Sonó la chicharra de emergencias y las tres enfermeras que estábamos aquí salimos corriendo a toda prisa. Doña Mary se quedó solita y ya ve que es bien maldosa, pues no dudamos que ella haya querido comprobar una teoría añeja que ha tenido en mente. Dice que si se han quedado tijeras, bisturís y fórceps dentro de las panzas de algunas desafortunadas mujeres, ¿cuál sería la diferencia que se les quedara atorada una cubeta de plástico? Y así las cosas, doctor, segurito fue ella.


El galeno sólo suspiró por haber encontrado la verdad y suspendió dos días a las tres enfermeras por descuidadas. A doña Mary consiguió que el área de Recursos Humanos le diera un castigo ejemplar. De estar trabajando en todos los pisos, ahora sólo iba a poder estar en el de los recién nacidos, el 3, para que procurara tener más cuidado y atención con su trabajo.


¡Se lo merece!


A doña Trini realmente no le pasaba nada. Sucede que esa mañana había hecho un gran coraje con el señor del camión de la basura, que al dejarle las bolsas y darle los buenos días, el empleado de limpia no le respondió, y al echarle moneditas al botecito que invariablemente traen los camiones de basura para que la gente coopere para el refresco, no le dijo gracias. Entró en un estado de enojo que le provocó esos dolores tan tremendos en el mero hígado. Ya ahí anda como nueva con una rajada en la panza de treinta y siete puntadas. 


Con la extracción de la cubeta, se cierra un capítulo más en nuestro país de lo admirable y resistente que puede ser el cuerpo de las mexicanas.




laj

sábado, 24 de julio de 2010

Aparición Caribeña


Trabajo en la recepción de un hotel en una de las joyas turísticas del país. El BBG. En plena parte alta de la península de Yucatán, el negocio ha ido creciendo de tal modo que los dueños han adquirido los dos pequeños hoteles que le circundaban, uno al lado izquierdo y el otro en la parte opuesta.  En la expansión el hotel original está cada vez más grande. Y cada vez ganando más playa.


Este lugar está indicado para gente joven, soltera que viene a deschongarse. Hay espectáculos específicamente para adultos, van strippers y bailarinas exóticas, y hay un día en la semana que se llama "everything goes", todo se vale, en español. Es el día que más trabajo tenemos y más gente va. No necesariamente son huéspedes, pero en el patio central del BBG desfila cualquier cantidad de turistas, generalmente intoxicados con alcohol o alguna droga de esas inhaladas o fumadas, sin riesgo de ser sancionados, pues estando adentro del hotel nadie está en riesgo de perder su libertad. Amén de que uno de los dueños es miembro del Consejo de Administración de la Asociación Mexicana de Hotelería.


En cada uno de los cuatro restaurantes con los que contamos, Comida Italiana, Comida Oriental, Comida Mexicana y Comida del Mar, se pueden ver a los comensales muy decentes tomando sus sagrados alimentos. Respetando el dress code, código de vestimenta, de cada uno de los locales donde se sirven las deliciosas viandas especializadas. En unas horas más tarde-- el espectáculo empieza a las 11.30 y acaba como a la una de la mañana-- todos están absolutamente transformados. Nosotros como empleados del lugar no tenemos acceso al show. Pero después nos dejan ver los animadores algunas de las fotos que llegan a tomar dentro de sus espectáculos. Es algo para estar despierto toda la noche. No hay escenas de coitos, ni de cuestiones de actividad homosexual. Todo lo demás, sí. Hay una gran holgura en cuanto a cuestiones éticas o de moralina barata. Quien decide entrar al show sale con pareja cuando menos para esa noche.


El hotel, con las adaptaciones de crecimiento se ha hecho muy grande. De tener originalmente 104 cuartos, ahora ya cuenta con 389, debido a la anexión de sus dos ex competidores anteriores. Al entrar al BBG hay que caminar por un pasillo de unos quince metros de largo donde hay cuadros colgados de litografías de la revolución mexicana y sarapes muy mexicanos, del otro hay un extenso espejo que seduce a los visitantes. Al acabar el pasillo, del lado izquierdo está la recepción donde les damos entrada y salida (check-in y check-out) a los huéspedes. A partir de ahí si uno toma hacia la izquierda se va al hotel más antiguo, que son dos edificios paralelos, uno enfrente del otro. Se unen al final como en una herradura cuadrada y se intercomunican con un pasillo por cada piso. Los balcones se encuentran cara a cara y enmedio de ellos hay un andador con prados muy cuidados y flores diversas sembradas y gigantescos árboles que en el día dan una sombra salvadora. Antes de tomar el pasillo central, sale otro pequeño andador que da a la piscina principal. En las noches siempre está el bar abierto y hay hot dogs hasta las tres de la mañana, hora que acaba el servicio.


Hace dos años, Jacinto, un chef que tenía problemas de ansiedad desde que se separó de su esposa, se suicidó en el ala sur del hotel, en la última parte anexada, clavándose un cuchillo cebollero en el estómago, atravesándose de lado a lado en una de las habitaciones de ese lado del BBG. Esa noche, al terminar su jornada, eran las doce de la medianoche, desvió su camino hacia el edificio del último hotel anexado y previamente nos había visitado en la recepción, metiéndose al espacio donde tenemos y controlamos las llaves. Después supimos que había agarrado la llave del cuarto 322. Se encerró y ahí quedó. En la mañana del otro día, a las siete, hora en que se hace el cambio de turno, vimos la falta de la llave. De inmediato acudimos con la llave maestra que siempre está en la caja fuerte del hotel y fuimos más de seis personas hacia allá. El gerente del hotel, gente de recursos humanos, y supervisores de recepción y yo estábamos de testigos para saber qué era lo qué había pasado. Atravesamos la otra alberca en forma de óvalo grande que adornaba la entrada a la otra ala del BBG y ahí íbamos preocupados porque la esposa de Jacinto había llamado alarmada diciendo que su marido no había llegado a su casa esa noche. Esperamos lo peor.


Y lo que vimos fue eso: lo peor que pudo haber pasado. Con la televisión encendida, el cuerpo inerte de nuestro ex empleado yacía acostado boca abajo con el gran cuchillo saliendo por la parte baja de la espalda y habiendo entrado a la altura del ombligo. Llamamos a la policía y al forense y en unas horas ya habían limpiado el cuarto.


Recuerdo mucho su cara de susto con la que se despidió de esta vida. Los ojos tan abiertos y esa expresión tan, tan aterradora. Se ve que en el último instante "vio" algo que lo llenó de pánico y parece ser que se había arrepentido de su terrible decisión. Sus ojos abiertos al máximo y esa mueca son hasta la fecha algo que me llena de intranquilidad, de zozobra.


No nada más yo tengo esa sensación. Ya somos casi todos los empleados de este BBG que lo hemos visto en el pasillo, afuera de ese tenebroso cuarto 322. Todas las noches, sin excepción, su silueta difuminada y que hace un contraste extraño con la tibia luz lunar, se aparece recargado en el barandal y da la impresión de que está fumando. Después se lleva las manos a la cara y hace como si llorara. Después se mete al cuarto y no vuelve a salir. Siempre es en el lapso de las 12 a la dos de la mañana. También muchos huéspedes han tenido la mala fortuna de encontrárselo y más de uno han salido huyendo del BBG despavoridos para no volver jamás. 


El caso es tan conocido, que a los trasnochadores en los espectáculos propios del hotel, se les invita a pasar a ver a Jacinto, el fantasma del BBG, como una atracción turística más. Tienen que estar en completa calma y silencio para que entre la medianoche y las dos de la mañana aparezca la silueta del desafortunado chef. Ha habido muchos turistas o huéspedes que no han soportado el pavoroso momento y al otro día se retiran no sólo del hotel, sino del país. Otros más le han tomado fotos y esos mismos testimonios navegan ahora en sus redes sociales por Internet.


Todas las noches, puntual a la cita, llega la hora en que Jacinto sale a llorar su desgracia. Lola, una hermana menor de él, al hablar con las autoridades, dice que Jacinto se llevó el chasco de su vida, al comprobar que la mujer con la que tenía apenas dos semanas de casado, hacía dos años, no era en realidad mujer. Era un hombre delgado de ojos muy grandes y fulgurantes que se hizo pasar por fémina para poder entrar al país, ya que era oriundo de Centro América. Se dio cuenta de eso un patético día que le enjabonaba todo el cuerpo en la regadera.


Nunca se casó con Nancy. El se llamaba Agustín.




laj

lunes, 12 de julio de 2010

Anemia Cerebral

Son personas extrañas que vienen afuera de mi casa en las noches. Quieren envenenar la comida de mi refrigerador para que me muera. Están afuera del cubo de mi departamento en las noches. Los veo por el ojillo que está en la puerta. Antes de que lleguen me voy a un basurero a conseguir comida para no comer la que tengo en el refri Creo que ya le echaron algo.

Son unas seis personas. Como van de noche y se meten a la casa y a veces desde afuera, veo cinco personas de sexo masculino y una mujer de gran edad. Los seis son adultos mayores sin dientes, con miradas extraviadas, pero de gran ferocidad. Aunque no tienen ni un solo diente, mueven la boca de tal modo que parece que van a atacarme a mordidas. Caminan encorvados y paso a pasito, van echando vaho con las exhalaciones que realizan cada dos o tres pasitos. Las caras no las he podido ver bien, pues las veo a través de la mirilla y con el reflejo de la noche es complicadísimo reconocer sus rasgos. Sólo por la manera en la que se menean al caminar sé que una de ellos es una mujer. Con la cabeza agachada y una pañoleta o un tipo de gorra o sombrero amarrados, se visten para irme a visitar. No se quedan quietos, sino que cuando tocan la puerta, dan vueltas en círculos y se alejan y se acercan. Sus expresiones no me gustan por eso no les abro. Sé que me vienen a envenenar porque hace algunos años unas gitanas me predijeron esto que ahorita justamente me está pasando. Esas dos gitanas que gritaban en el centro de Coyoacán aquel día de hace unos diez años, "¡te leo tu suerte, pásale, no le saques!". Me causaron tanta gracia esos gritos que accedí a que me leyeran mi destino. No me dijeron nada deslumbrante ni sobresaliente, mas que esto actual. "Llegará un día en que gente a la que maltrataste y ya murieron te visitarán y te querrán envenenar. Serán implacables, lo lograrán. Tu muerte será dolorosa y lenta, muy lenta". Obviamente me reí de todo y de esto último, más.


A la vuelta de los años me encuentro con esto. ¿Por qué he llegado hasta aquí? ¿Cómo supieron esas gitanas adivinas de esto tan terriblemente cruel que me está pasando? En las noches no pego un ojo por lo mismo. Necesito cambiarme de casa o hallar otro lugar para dormir, pero no conozco a nadie. Me da miedo que aparte de que envenenan mi comida se lleven mis cosas. Que me dejen sin mi departamento chulo. Estoy muy angustiado y a veces en las mañanas no me puedo concentrar en mi trabajo de plomero. ¡Dios mío de mi vida!


No sé qué hacer. Hoy es martes y son las seis de la tarde. Acabé de trabajar hace unos cuarenta y cinco minutos y se acerca la noche. El estómago me duele. Hay una sensación de temblores interminables en mis piernas y en mis brazos. La cabeza me duele incesantemente. Un rato la nuca, otro las sienes, al rato la frente. La mandíbuila la traigo trabada todo el día. Mis vecinos me ven raro y procuran evitarme. En los pasillos de la unidad donde vivo saludo a gente que regularmente saludaba y ya nadie me contesta. No sé, a veces pienso si todo esto es real o estoy cayendo en un precipicio de desorden mental.


Sé que todo es cierto porque cuando ando viajando en la noche consiguiendo desperdicios de comida y esperando que estas personas extrañas se vayan de mi casa, veo en el oscuro cielo estrellado caras de familiares y amigos que me dicen que me cuide, que me alertan que estoy corriendo un grave peligro; que a nadie le diga una sola palabra, que estoy por morir. En estas caras que veo en el cielo no está ninguna de las seis que me visitan periódicamente. De hecho no reconozco a ninguna de estas seis personas. No sé qué quieren, no sé quiénes son.


Me voy a meter a una iglesia y me voy a dejar morir. Ya no quisiera regresar a mi casa. Necesito que alguien me ayude, ¡ya no aguanto más!


Ya sé, esta noche los enfrentaré, sean quienes sean; quieran lo que quieran. Me armaré de valor y seré un guerrero, la batalla será épica. Moriré como un héroe.


Al llegar a su casa, el personaje de esta historia revisa que no esté nadie afuera de su casa. Con cuidadoso sigilo entra a su departamento y se percata que su refrigerador está abierto con la poca comida regada por el piso. Respirando apresuradamente y con el corazón dándole tamborazos agarra un martillo de su herramienta habitual, se acerca silencioso a su recámara y no puede entrar a ella. 



La policía encontró su cuerpo colgado y pegado a la pared con una infinidad de clavos utilizados para tan vil propósito. Desnudo y con la cara mordisqueada, quedando irreconocible y desfigurado, la gente del forense lo bajó y vio que en la espalda llevaba grabada una frase en clave que los expertos dijeron que era el claro signo de una venganza gitana. Nadie quiso dedicarse a investigar el caso.


 Con las maldiciones gitanas nunca hay que meterse y mucho menos burlarse.



 laj

sábado, 3 de julio de 2010

Amor del Bueno

Cansada, con los ojos rojos de tanto tiempo de estar juntos, queriéndose, pero con mirada de amor aún, Sixtina seguía deleitándose con esos ricos tacos de cerilla que escarbaba de las orejas de su novio, Rubén. El, acostado sobre sus piernas, se dejaba querer. 


En la banca del parque España, los sábados por las mañanas, muy temprano, repetían una y otra vez su linda y tierna escena de cerillofagia. Alternadamente cambiaban el lugar de privilegio hasta que el cerumen de cada uno desaparecía. Los taquitos los acompañaban con unos ricos chiles chipotle y un refresco de toronja de dos litros.



laj

miércoles, 30 de junio de 2010

Osito Panda

Hay cada historia en este país, que nos las han hecho pasar como buenas siendo un auténtico bodrio, una falsedad. Tal es la historia del Osito Panda, que hasta una cantante de la década de los 80´s  le compuso una canción y se convocó a todo México a buscarle un nombre al animalito. Tohui, fue el nombre ganador. Niño, en náhuatl, por cierto.


Pues bien, resulta que este osito nos lo mostraron las cámaras de televisión unos dos meses y después ya no. Las tomas televisadas eran desde lejos. Ya no había entrevistas con la directora del zoológico de Chapultepec en esos meses siguientes. La cantante se hizo millonaria a raíz de esa canción que nos zumbó los oídos cerca de dos años a todo el país.


Paralelamente, en esos meses, un gran narcotraficante de la sierra de Guerrero, escapaba de la cárcel y cuentan las malas lenguas que se fue a refugiar justo a la casa de los animales, ahí en Chapultepec. Dicen que era primo lejano de la directora del zoo, por lo que recurrió a ella para pedirle ayuda. Joaquina, que así se llamaba, le ofreció un disfraz que ella había usado hacía unos meses, cuando era actriz de teatro y aún no tomaba las riendas de la dirección del zoológico. El disfraz era un oso panda de tamaño humano.


Teniendo la sartén por el mango, Joaquina envió a China a Tohui panda a desarrollarse en su mero ambiente natural y lo que hizo después es algo que muy pocas personas conocemos en México. Ya le había dado el disfraz a su primo lejano, y era para que le buscara algún salvoconducto para algún estado de la república, o con sus conectes, hasta a lo mejor en otro país. Pero no. Quiso no descuidar dos frentes. Primero, la fama que también a ella le había dado el dichoso Tohui por estar viviendo ahí en Chapultepec. Y después, el ocultar el hecho de mandarlo a China sin que el pueblo bueno mexicano se enterara. 


Las entrevistas iban y venían y ella, Joaquina Rosiniesca, se llenó de fama, de gloria, de dinero. Desde la ventana de su oficina, donde siempre eran las entrevistas, se podía ver al labregón malandrín de Israel Cano Tintero. Bueno, sólo algunas personas sabíamos este detalle. 


El disfraz le quedaba tan bien, que lo único que tuvo que aprender Israel, el narco evadido de el Reclusorio Norte, fue a moverse con esa gran botarga encima, a soportar el calor de estar ahí debajo del sol sentado y a comer ramas de bambú con la misma gracia que tienen los veradaderos pandas.Lo único que le daba un poco de trabajo era darse marometas y tomar agua sin que se notara que el oso tenía lengua humana. La labor no fue tan ardua. Su prima le prestaba un recoveco como zotehuela que estaba al lado y un poco atrás de su oficina para que se quedara a dormir y ahí podía checar en video miles de casetes que ahí estaban. Los vio todos una y otra vez. Nadie hubiera podido adivinar que este narco se hizo pasar seis meses por el adorable y gracioso Tohui.


Israel ya se paseaba sin disfraz por las oficinas de su prima y en eso, no falta un pinche chismoso en cualquier oficina y que lo reconoce. Dio aviso de inmediato a las autoridades y se armó la grande. Joaquina pensó rápido y pidió al botijón de Tohui ya crecido de regreso desde China. Israel nunca echó de cabeza a su familiar y lo regresaron a la sombra a purgar los 105 años que le faltaban. El zoológico fue cerrado quince dias dizque para reparaciones varias, quien haya vivido esa etapa en 1980 se acordará.


A treinta años de ese suceso, y una vez que ya me jubilé como director de una área de la Policía Secreta de este país, puedo contar que eso fue lo que realmente pasó. Si alguna vez a usted le tocó ir a ver a Tohui en esos seis meses que fue suplantado por ese desalmado, probablemente lo vio echadote, sin hacer nada. No crea que todos los pandas son así de huevones, no. Lo que sucede es que la botarga estaba bien pesada y por eso Israel Cano Tintero, famoso narco, se la pasaba todo el día sentado.


Yo también quiero hacer una pequeña aportación a México, ahorita que están tan de moda esas cosas. 



laj