miércoles, 30 de junio de 2010

Osito Panda

Hay cada historia en este país, que nos las han hecho pasar como buenas siendo un auténtico bodrio, una falsedad. Tal es la historia del Osito Panda, que hasta una cantante de la década de los 80´s  le compuso una canción y se convocó a todo México a buscarle un nombre al animalito. Tohui, fue el nombre ganador. Niño, en náhuatl, por cierto.


Pues bien, resulta que este osito nos lo mostraron las cámaras de televisión unos dos meses y después ya no. Las tomas televisadas eran desde lejos. Ya no había entrevistas con la directora del zoológico de Chapultepec en esos meses siguientes. La cantante se hizo millonaria a raíz de esa canción que nos zumbó los oídos cerca de dos años a todo el país.


Paralelamente, en esos meses, un gran narcotraficante de la sierra de Guerrero, escapaba de la cárcel y cuentan las malas lenguas que se fue a refugiar justo a la casa de los animales, ahí en Chapultepec. Dicen que era primo lejano de la directora del zoo, por lo que recurrió a ella para pedirle ayuda. Joaquina, que así se llamaba, le ofreció un disfraz que ella había usado hacía unos meses, cuando era actriz de teatro y aún no tomaba las riendas de la dirección del zoológico. El disfraz era un oso panda de tamaño humano.


Teniendo la sartén por el mango, Joaquina envió a China a Tohui panda a desarrollarse en su mero ambiente natural y lo que hizo después es algo que muy pocas personas conocemos en México. Ya le había dado el disfraz a su primo lejano, y era para que le buscara algún salvoconducto para algún estado de la república, o con sus conectes, hasta a lo mejor en otro país. Pero no. Quiso no descuidar dos frentes. Primero, la fama que también a ella le había dado el dichoso Tohui por estar viviendo ahí en Chapultepec. Y después, el ocultar el hecho de mandarlo a China sin que el pueblo bueno mexicano se enterara. 


Las entrevistas iban y venían y ella, Joaquina Rosiniesca, se llenó de fama, de gloria, de dinero. Desde la ventana de su oficina, donde siempre eran las entrevistas, se podía ver al labregón malandrín de Israel Cano Tintero. Bueno, sólo algunas personas sabíamos este detalle. 


El disfraz le quedaba tan bien, que lo único que tuvo que aprender Israel, el narco evadido de el Reclusorio Norte, fue a moverse con esa gran botarga encima, a soportar el calor de estar ahí debajo del sol sentado y a comer ramas de bambú con la misma gracia que tienen los veradaderos pandas.Lo único que le daba un poco de trabajo era darse marometas y tomar agua sin que se notara que el oso tenía lengua humana. La labor no fue tan ardua. Su prima le prestaba un recoveco como zotehuela que estaba al lado y un poco atrás de su oficina para que se quedara a dormir y ahí podía checar en video miles de casetes que ahí estaban. Los vio todos una y otra vez. Nadie hubiera podido adivinar que este narco se hizo pasar seis meses por el adorable y gracioso Tohui.


Israel ya se paseaba sin disfraz por las oficinas de su prima y en eso, no falta un pinche chismoso en cualquier oficina y que lo reconoce. Dio aviso de inmediato a las autoridades y se armó la grande. Joaquina pensó rápido y pidió al botijón de Tohui ya crecido de regreso desde China. Israel nunca echó de cabeza a su familiar y lo regresaron a la sombra a purgar los 105 años que le faltaban. El zoológico fue cerrado quince dias dizque para reparaciones varias, quien haya vivido esa etapa en 1980 se acordará.


A treinta años de ese suceso, y una vez que ya me jubilé como director de una área de la Policía Secreta de este país, puedo contar que eso fue lo que realmente pasó. Si alguna vez a usted le tocó ir a ver a Tohui en esos seis meses que fue suplantado por ese desalmado, probablemente lo vio echadote, sin hacer nada. No crea que todos los pandas son así de huevones, no. Lo que sucede es que la botarga estaba bien pesada y por eso Israel Cano Tintero, famoso narco, se la pasaba todo el día sentado.


Yo también quiero hacer una pequeña aportación a México, ahorita que están tan de moda esas cosas. 



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Muertes con Misterio III


Cristian gustaba de inyectarse solo. Una combinación de timidez por andar enseñando sus nalguitas a personas ajenas y de arrojo por hacerlo él mismo, lo hacían encargarse de arponearse cuando estaba enfermo o cuando necesitaba vitaminas intramusculares.

Una tarde muy fría se dispuso a repetir el rutinario acto de no necesitar a nadie para inocularse unas unidades de Bedoyecta. Mojó el algodón en el alcohol, jaló el contenido líquido de la ampoyeta a la jeringa, y tomando aire se dio media vuelta e introdujo con decisión la carga vitamínica en su nalga derecha. El mismo clima gélido que se colaba en su fría casa le impidieron por primera vez en su vida hacer una faena perfecta. Temblando, queriéndole atinar al cuarto cuadrante superior externo, --que es donde debe pegar la aguja-- la mano se le movió con tantos temblores que se introdujo la aguja casi en el nervio ciático, arriba de la cintura y donde empieza la espalda. Dice el parte médico forense que las nalgas se le empezaron a hinchar y a poner coloradas, primero y moradas, después. El dolor no lo toleraba, porque aún pudo llamar a la Cruz Verde y ahí les iba explicando lo que sentía, y al llegar los paramédicos ya nada pudieron hacer. Cuentan que los camilleros y personal de la ambulancia lo vieron hecho un pedazo de carne amorfa, pútrida, con moretones desde lo que un día fue la cabeza y hasta los pies. Las nalgas estaban inflamadas de tal forma que en el trayecto al hospital, le reventaron, llenando la parte trasera de la ambulancia de pedacitos de carne nauseabunda. Daba miedo. Daba asco.

El nervio ciático es muy delicado. Cuando se introduce alguna sustancia extraña a él, es mejor no haber nacido por el infame dolor que puede provocar. Fue lo que le pasó a Cristian. La reacción en cadena de descomposición que tuvo su cuerpo fue a causa de ese mal tino que el frío le provocó inyectarse donde no debía. Descanse en paz.



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jueves, 24 de junio de 2010

Atisbos de Montreal I

Tenía novia, trabajo, amistades --no muchas, pero creo que eran suficientes--, pero mi incansable espíritu de insatisfacción fáustica me llevó a tomar otra decisión poco pensada y mucho menos bien estructurada. Fue otra determinación que se quedó en la cuerda floja de la locura, de la idiotez. Mi vida ha serpenteado por estos sinuosos caminos de las decisiones tomadas con el estómago y no con la cabeza.


Apostando por mi buen inglés y sabiendo que una ciudad se puede conocer en una semana de estar todos los días investigando en Internet, así fue como empecé a conocer Montreal, en Cánada. Todavía veo el nombre y me suena muy padre saber que estuve viviendo ahí y que me atreví a irme como si fuera yo un criminal político, un personaje perseguido por sus creencias religiosas o por estar amenazada mi vida por gente del crimen organizado. También recibían gente que huyera de México por sus preferencial sexuales y su vida estuviera corriendo un peligro inminente.


Habiendo contactado a un conocido allá, que tres meses antes ya había hecho el viaje, yéndose en las mismas condiciones: "Refugio Humanitario", y acompañado de su hijo de 12 años, me iba narrando lo que a mí me interesaba saber antes de emprender la curiosa empresa. Le preguntaba del clima, de la gente, si había trabajo, si éramos bien recibidos, de los lugares a visitar. Sus respuestas siempre fueron en el tono más optimista que haya escuchado. A todo me decía que sí, que no había ningún problema, que ya estaba haciendo migas con unas canadienses que eran muy amables y bonitas. También que había adquirido un teclado, un celular con Internet de última moda y una lap top. "Allá sí hay forma de progresar", pensaba  insistentemente.


Me comunicaba desde aquí, de México, D.F. por teléfono y por mail. El me iba contando cada que podía lo que iba aconteciendo en su vida diaria. Me decía, también, que Lalo, su hijo ya estaba en la escuela. "También nos dan educación", seguía yo embelesado con tanta caridad que escuchaba que tenían los canadienses hacia un grupo de gente que la vida le estaba jugando una mala pasada: los "Refugiados". "Falsos Refugiados", diría , porque hubo, antes que yo, y antes que solicitaran visa para entrar a su país debido precisamente a este tema, miles d epersonas que adquirían nacionalidad canadiense gracias a la patrañosa historia de llegar al aeropuerto

lunes, 21 de junio de 2010

El Gato Nicolás

En un pueblito no muy lejos de la ciudad, vivía en un hermoso castillo, un gato que era inmensamente rico. La muchedumbre del pueblo de Animalia, lo tenía por un gato avaro y despreocupado por los problemas de la comarca. Era un gato en su juventud y no se ocupaba de hacer otra cosa mas que contar una y otra vez sus riquezas, sus propiedades y todo cuanto estuviera relacionado con él. Gustaba que sus criados le sirvieran el té a las cinco en punto de todas las tardes y disfrutaba jugando ajedrez él solo.No tenía amistades porque creía que la población de Animalia lo detestaba como a todo buen rico. Y, sí, efectivamente así era. Si lo veían en la calle, la gente comenzaba a murmurar en su contra haciendo juicios acelerados y muchas veces disparatados. "¿Ya viste? ¡Ahí viene otra vez ese gato engreído, pesado y antipático que vive a las afueras del pueblo!". "De seguro sólo sale de su castillo para presumirnos lo bien que se viste y lo arreglado y limpio que siempre anda". "¡Va a despilfarrar el dinero en el mercado de la señora Borrego, para que nos demos cuenta cuántos billetes puede gastar!". Estas y muchas otras expresiones eran escuchadas cada que al gato rico se le ocurría salir de su casa y darse una vueltecita por el pueblo. Pero los habitantes de Animalia, estaban muy equivocados en cuanto a juzgar al Gato Nicolás, como se llamaba este personaje, según los biógrafos de este hermoso poblado enclavado en pleno bosque y más allá de las montañas. El era mas bien reservado y de carácter tímido y gustaba de andar solo siempre, no porque fuera arrogante, sino que así lo habían acostumbrado sus padres a ser, con esa rígida formación que le dieron desde muy pequeño Fue Nicolás, el hijo único de un matrimonio de ricos gatos hacendados de gran alcurnia y de una estirpe nobilísima, que les dio como fruto una monumental fortuna y aparte, con el comercio de granos, elevaba su estructura financiera cada día más y más. Su fama trascendía más allá del valle del Silencio y del Valle del Conejo, que ya era mucho decir.



Un día, cansado de tanto tedio que provoca la soledad, decidió hacer algo diferente, algo que cambiara su aburrida y rutinaria forma de vida. Salió de su palacio para hacer algo por la población necesitada de Animalia. Pensó una y otra vez qué era exactamente lo que iba a hacer. Pero nada se le vino a la cabeza y se tuvo que regresar para pedir consejo a uno de sus más fieles servidores.



El Gato Nicolás no estaba acostumbrado a preocuparse por los demás animales, sino sólo por él, lo que hacía la situación un poco más embrollada. Se lamía y se restiraba los bigotes estando sentado en el sillón bastante cómodo y elegante, cuando en el fondo del corredor apareció la cansada pero aún fuerte figura de su criado, el Gato Rodrigo. Un leal compañero que conocía a su amo desde que era un cachorro.



-- ¿Qué puedo hacer, Rodrigo? Quiero ayudar de alguna manera a los animales del pueblo, pero no sé cómo-- dijo el amo, preocupado.

El sirviente Rodrigo le observó detenidamente y creyó que Nicolás estaba pasando por un estado de tremendo delirio y le dijo: -- ¿Se siente bien, amo?


-- ¡Claro! ¡Y no te me quedes viendo así, porque no estoy loco ni mucho menos! Simplemente te estoy pidiendo un consejo porque seguramente, ahí abajo, en el corazón de Animalia hay seres que están necesitando con urgencia ya sea comida, refugio para vivir, o están enfermos y necesitan dinero para comprar sus medicinas. --Dijo, un poco airado.

-- Pues...¿por qué no se confunde entre todos los animales en la misa de ocho de la mañana del próximo domingo, amo? Ahí siempre se dice y se sabe qué es lo que se necesita en el pueblo.
-- ¡No lo había pensado! ¡Esa es una idea estupenda, Rodrigo! -- Añadió triunfalmente el Gato Nicolás, con una sonrisa de oreja a oreja que irradiaba felicidad.

Llegó al fin el domingo y Nicolás y su sirviente se disfrazaron de pobres para que en la iglesia no los fueran a reconocer y a impedirles el paso o a insultarlos. Con los pantalones rotos, las camisas deshilachadas, los cabellos alborotados y las caras manchadas de grasa, al igual que los bigotes, hacían ver al Gato Nicolás y al Gato Rodrigo como unos auténticos miserables y muertos de hambre.

Los des gatos, amo y criado, entraron a la iglesia confundidos entre la multitud, mientras comenzaba la ceremonia el Padre Cerdo, era un ser porcino de rasgos finos, que había llegado al pueblo haría cosa de unos cuarenta años; y que a pesar de su edad, gozaba de una lozanía envidiable.

En la iglesia estaba todo Animalia reunido. Nicolás y Rodrigo se sentaron hasta atrás para conocer a toda la concurrencia. Adelante de ellos veían a la Familia Caballo, sentados junto a la respetable Familia Ballena. Un poco de costado y en diagonal, se podía ver a la Familia Oveja, tan atentos estaban a la misa que espantaban. Señor Zorrillo y Señora, se sentaban un poco retirados de los demás, debido a su natural e inherente olor un poco fuerte. Señor y Señora Cotorro, platicaban interminablemente con los vecinos de la fila de atrás, que según pudo ver Nicolás, eran los inquietos Patos. Una de las familias más serias eran los Señor y Señora Búho, junto con el Matrimonio Venado, que a la distancia uno se podía dar cuenta lo finos y educados que eran...

El Sacerdote Cerdo había llegado a la oración en la que se hacía especial énfasis en las necesidades del pueblo. Entre ellas, Nicolás y Rodrigo, pusieron especial atención cuando se dijo lo siguiente: "Concédenos Señor una escuela primaria más grande, con mejores profesores para que nuestros pequeños salgan bien preparados y no como todos los Burros que los han precedido. Así también te pedimos un hospital más limpio y con más enfermeras Monas bien preparadas, porque las que hay no son suficientes. Por último, quisiera que a nombre de toda la comunidad de Animalia, nos ayudes a poner tras las rejas a la Hiena y sus secuaces, y al malvado y desdichado Buitre Carroñero y sus compinches, gracias, Señor". Acabó su semanal letanía el Padre Cerdo, mientras repartía bendiciones al por mayor desde el púlpito.



Antes que los animalitos salieran del templo, Nicolás depositó una fuerte cantidad en limosna en una de las alcancías fijas de metal que circundan a los confesionarios, sin que nadie notara tan amable gesto de su parte. El par de gatos iban de regreso caminando por la Colina del Sur, pensando en lo que habían acabado de ver y oir.



-- ¡Caramba, Rodrigo! ¡Caramba...! -- Decía Nicolás como fuera de este mundo y abstraído por completo en una idea que por su mirada, se veía que poco faltaba para que esa idea acabara de tomar forma.



Rodrigo, que estaba muy cansado por el inusual ajetreo, sólo suspiró y profirió algo ininteligible.
Al salir el sol, al otro día, que por cierto era Lunes, Nicolás jaló una vez más con su confiable mozo. Fueron directamente con el Comisario Lobo, para ponerlo al tanto de sus buenas intenciones y de sus proyectos para sacar a Animalia de el subdesarrollo y elevarlo a potencia mundial.
El Comisario Lobo no lo podía creer y accedió de inmediato a la oferta que le hizo Nicolás, el gato. Rápidamente se pusieron en contacto con la ciudad para solicitar albañiles Hormigas, no para hacer más grande la escuela primaria, sino para hacer otra. Pidieron más enfermeras Monas altamente capacitadas y renovaron todo el material y mobiliario del alguna vez sucio y descuidado hospital. Con la ayuda de los Perros de la Policía, lograron la captura del Buitre, de la Hiena y de sus respectivas bandas.
 
El Gato Nicolás, no conforme con eso, mandó hacer otro sanatorio, un mercado, dos cines, dos cárceles de máxima seguridad; y dejó que los padres que quisieran, llevaran a sus cachorros a jugar al jardín extensísismo que tenía en su castillo de corte medieval, los sábados y domingos.


Todo Animalia estaba infinitamente agradecido con él y con sus buenas obras, por lo que decidieron hacerle una fiesta que duró todo un día. Después, esta misma celebración se siguió haciendo año tras año y desde entonces se celebra a Nicolás, tanto en el calendario Animal como en el calendario Gregoriano todos los días 9 de Mayo.

El Gato Nicolás se decidió a cambiar y lo hizo. Fue más fuerte su deseo de ayudar y de hacer algo que valiera la pena en la vida que su egoísmo, del cual ahora, por estar ayudando a sus semejantes, ya no se acordaba.




1992
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"...Es que Aquí Antes Era Panteón..."

Una buena tarde-noche de verano de hace algunos años mi papá llegó con ganas de cenar pozole y nos invitó a mis hermanos y a mi mamá a cenar con su compadre, Felipe. Su esposa, Ceci, hacía el pozole más exquisito y chupa-dedos que he probado hasta hoy en mi vida. Mis dos hermanas ya estaban listas, Daniel, el menor, se lavó su carita y mi mamá supervisaba con rigor las actividades, declarándonos listos en menos de media hora. Mi papá guiaba el auto hacia donde el vehículo casi casi llegaba solo: la casa de su compadre.


Vivían en la colonia San Rafael, en la calle de Ignacio M. Altamirano no sé qué número --que hoy en día ya son edificios de condominios-- y era una vecindad con un patio amplísimo. Después de traspasar el portón de madera vieja que separaba la calle de el interior, teníamos que caminar unos veinte metros para llegar a la casa de nuestros anfitriones que ya nos esperaban con gusto. Sus hijos eran tres y eran contemporáneos nuestros. Buki, el mayor tendría trece, como yo. Quico, el de enmedio y que lucía una cara cachetona y una gordura simpática, era de la edad de Tita, mi hermana menor por dos años. Y Ocho, que tenía como siete años, justo como Dany, mi hermano. Debo confesar que nunca me aprendí sus verdaderos nombres. Como así les decían sus papás, así les llamé el tiempo que nos conocimos.



Era obligado jugar una cascarita de fut en el patio antes de que las viandas fueran servidas a la mesa.


Recuerdo que Buki, Quico y Ocho, nos platicaban una nueva cada que íbamos a su casa. Eran una chulada de niños, por lo que siempre creí que nunca inventaron nada. Y por lo que nos tocó ver después, confirmó mi sentir. 


En la cocina, se escuchaba un ruido atronador de cómo se caían los trastes, cuando acudían a toda velocidad a ver qué había pasado, se daban cuenta que siempre era una falsa alarma. Un perro lanudo que tenían en el segundo piso y que cada que me veía se ponía todo loco y se me echaba, también decían que en las noches el perro se despertaba y empezaba a corretear a alguien, pero al despertarse ellos, no alcanzaban a ver a nadie ni a nada. Nosotros les preguntábamos azorados si no tenían miedo, si les gustaba vivir así. Los tres se sonreían y nos platicaban que ya estaban acostumbrados y que no les causaba nada, ni molestia, ni temor, ni nada. Convivían con ecuanimidad cada quien en su plano existencial. Esa misma noche nos aseguraban los tres hermanos que en las noches se veían platillos voladores desde el cuarto del piso superior de su casa. Esa noche subimos y el malvado perro no me dejó en paz, por lo que tuve que bajarme antes que mis hermanos sin ver los dichosos platillos. Con los ojos muy abiertos, Tita y Dany, mis hermanos menores, bajaron diciendo que sí habían visto unos platos luminosos dando vueltas en la oscuridad del cielo citadino.


Me negaba a creer que algo así era capaz de pasar. Para darme mi importancia me hacía el escéptico, pero lo que platicaba mi papá sí era para erizar la piel del más pintado. Decía mi papá que él se llegaba a quedar dormido en el sofá de la sala de la casa de su compadre, Felipe, cuando la velada había estado muy recia y el brandy no le dejaba manejar bien. Antes de amanecer--mi papá siempre fue muy madrugador--, se preparaba para ver lo que siempre veía: un hombre elegantemente trajeado, con un sombrero de esos que se usaban en las películas de Joaquín Párdave y agarrando un portafolios con su otra mano bajaba las escaleras parsimoniosamente, con seriedad y le daba vuelta a la perilla de la casa y salía como para irse a trabajar. Sin voltear a ver a mi papá, el señor salía y atravesaba el patio difuminándose su figura en ese mismo sitio. "¡Es aterrador!", nos contaba en aquél entonces. Claro que los compadres y los hijos sabían todo lo que ocurría en su casa y ya estaban tan acostumbrados a eso que se les hacía muy normal. 


Mi mamá salió al patio a gritarnos que ya nos metiéramos para cenar. ¡Rico! Ahí íbamos de regreso Buki, Quico, Ocho, Tita, Dany y yo. Al entrar a la casa le pedí permiso a la señora Ceci que me dejara entrar al baño que tenían en la azotehuela que se anexaba a la cocina, tratando de evitar al perro cochino, del piso de arriba, que daba una guerra sin cuartel. Cada que me veía me buscaba bronca.


El baño estaba al lado de una pequeña placita donde había tendederos y el lavadero de ropa. Era un lugar oscuro, aparte de que no había luz, de un metro y medio de frente por unos cuatro de fondo. A tientas tuve que descubrir la taza. En esos momentos cambié mi decisión, en vez del uno haría del dos. Ahí estaba  en la soledad de mi vida y haciéndole caso a la naturaleza, cuando un gruñido o un suspiro tras mi oreja, no sé qué fue, me hicieron sentir un escalofrío tan inolvidable, que nomás me subí los chones con todo y pantalón y ya ni por equivocación tomé algunas medidas de higiene. Salí lívido a la cocina y nomás me ejuagué las manos. La señora Ceci me vio y se rió. "¡Ay, hijo! Tú perdonarás, es que ¡cómo dan lata estos canijos!". Y diciendo esto me dijo que me sentara, que ya iba a servir la delicia que fabricaban sus manitas.

En la mesa ya estaban devorando el caldo de los dioses, mi papá, mamá y hermanas. Dany no porque no le gustaba y estaba viendo la televisión con el más pequeños de los tres hermanos. Ocho.


La señora Ceci se sentó y casi estábamos todos por acabar, cuando de la nada, lo juro, de la nada, una botella de cristal de Coca familiar, dio un saltito coqueto y comenzó a dar vueltas sobre su propio eje, con una inclinación que ni agarrándola uno con su mano lo podría haber hecho. Estaba casi acostada y la velocidad que llegó a alcanzar fue inaudita. Todos nos quedamos boquiabiertos. En paz. Sin movernos. Volteé a ver a Buki y a Quico y estaban como divertidos. En eso la señora Ceci se enojó con los invitados y les empezó a gritar cosas como las siguientes: "¡Con una chingada, cabrones! ¿No pueden respetar? ¡¿Tenemos visitas!? ¡Hijos de la chingada, ya cálmense!". Textual. La botella de un sopetón se detuvo en un solo movimiento. Todos esperábamos que si se iba a detener lo hiciera de a poquito, pero no. Fue de un jalón. Obviamente nadie estaba agarrando esa botella. Eli, mi hermana mayor, sólo palideció y con la mirada le decía a mi mamá "¡Vámonos de aquí!".


El señor Felipe y la señora Ceci estaban muy apenados con nosotros porque sabían que esa era la última vez que nos atreveríamos a pisar su casa. Y así fue. No fue exactamente por esta causa. La vida les tenía deparada una racha dolorosa de decesos y sufrimiento.



Recuerdo que tierna, como era, doña Ceci nos decía como una niña traviesa: "¡es que aquí antes era panteón!".


laj

miércoles, 16 de junio de 2010

Tecnología a Nivel de Cancha

   Apurado estaba arreglando el tinaco que surtía mi casa, cuando en plena azotea se encontraron dos comadritas y se pusieron a platicar abiertamente enfrente de mí sin haber notado que estaba agazapado detrás del redondo artefacto de asbesto que en ese momento estaba reparando.

-- ¡Comadre! Desde el otro dia quería verla, pero no se me había hecho hasta hoy. ¿Por qué dice que consiento mucho a mi hijo? Ya me enteré que anda diciendo en todo el barrio eso.

    La aludida creyó que le iba a pegar la doñita, que un poco airada le hacía esa pregunta a boca de jarro. Viéndola fijamente y tomando fuerzas de su interior le respondió.


-- Pues, porque todavía le da leche materna.

-- ¿Y eso a usted qué jijos...?

-- Nada, comadre. Es que sé que Robertito acaba de cumplir treinta y cinco años. Quizás por ese consentimiento y tanta ternura con la que lo trata nada que se casa.

.. ¡Ejem! Bueno, sí. Debo confesarle que para mí no es muy agradable darle su biberón de piel cuando me lo pide. El otro día estábamos en el banco y le dio una sed tremenda. Dice su cardiólogo que en el mismo momento que pide su lechita, yo debo obedecer, estemos donde estemos. La gente se nos quedaba viendo como juzgándonos. Pero a mí eso no me importa. Me interesa que mi Betito esté bien nutrido y tenga su corazón fuerte. Aunque a veces me hace cosquillitas con su bigote y barba. Una vez, en plena iglesia, un dolor en el estómago de mi hijo precedió a la consabida solicitud de su ración láctea. Nomás se me quedaba viendo con su mirada de dolor y me enteraba que necesitaba eliminar las agruras que sentía por fumar o beber en exceso y me decía: "¡Mamá, necesito mi leche!". Yo, sin chistar, me levanté la blusa y ...¡sobres!
Mi Betito se pegaba como becerro hambriento y se veía tiernísimo cómo se arremolinaba como si fuera un bebé cachetón.


   A la comadre chismosa  le brillaban los ojitos al saberse poseedora de tan vasta información. Las aletas de la nariz ganchuda le temblaban y ya le andaba por ir a contar a todo el mundo las confesiones que acababa de escuchar. Aunque el barrio estaba enterado de esto, ella creyó que pronto se granjearía la amistad de la gente que no la conocía o de la que no le hablaba. Era una cucharada de vigor para su alicaída autoestima.


    La madre lechosa continuó.


-- Mi Betito sólo ha tenido dos novias, y una de ellas fue Garcilaza, la muchacha que tuvimos hace unos años en la casa. La muy malcriada le destrozó su corazón, engañándolo con un muchachito que era electricista y le ayudaba a don Cuco, el peluquero de la cuadra. La otra no sé quien fue. Es hijo único y sólo me tiene a mí en la vida, desde que su padre me abandonó justo al nacer. ¡No puedo dejarlo a la deriva!

-- Creo que le sentaría bien que conociera a otras mujeres. Mi sobrino Jaime trabaja en un bar donde me platica que hay chicas que bailan y se desnudan. ¿Quiere que le diga que lo lleve algún día?


    Estremecida, la madre cayó fulminada por un infarto mortal por necesidad. 

    Estando yo de testigo atrás del tinaco descompuesto, y habiendo grabado con mi teléfono celular toda la conversación y el deceso de doña leches, de inmediato bajé por el otro lado de la azotea y me metí a un café internet a subir el video a la red de redes. 


    La comadre hizo llamar a la ambulancia, explicó lo sucedido y se hizo cargo de los penosos trámites para despedir a la mamá de Betito. Este, destrozado, pidió asilo con la vecina con la que platicaba su mami antes de sufrir la muerte inesperada. A ella no le desagradó la idea, pues sus hijos tenían muchos años que se habían casado y todos vivían en Estados Unidos y su marido tenía cuatro años de muerto. 
    Luego paso por el Betito para ir a jugar billar o a tomar unas caguamas en la banqueta. De la venta de su casa y de su nuevo estatus no le gusta platicar. Tampoco sabe que la historia de su vida está en Internet.


    Ahora, en nuestra vecindad, Betito, el bebé crecido, ve televisión todo el día, no trabaja y se la pasa tomando calostro y algo de jocoque que aún le salen de las chichitas a esta septuagenaria de buen carácter.



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Cucharaditas de Humor I

-- Tengo los pies y los pezones agrietados, ¡no podemos ser amantes!

-- ¿Y eso qué? Yo te quiero a ti, toda. No me interesa una pequeñez como esa.


  Nunca le dije a este buen hombre que yo soy chimpancé.



laj

lunes, 7 de junio de 2010

Platero y Yo

Parte de una formación escolar en escuela de gobierno; de ejemplos vistos en otras personas; por una jugosa curiosidad por conocer lugares y gente de todo tipo, me presenté al casting de un programa de concursos que aparece regularmente en televisión. Dos semanas antes había ido al mismo foro a participar como público junto con mi hermano. Ese día nos tuvieron como seis horas ahí, grabaron tres programas y nos hicieron gritar y aplaudir como monos sin derecho a cacahuates.
Sentía pena por mí. He hecho cosas absurdas, vergonzantes y raras. Pero no podía evitar padecer esa incómoda sensación de calor y sudor por todo mi cuerpo. El día del casting había mucha gente que iba a lo mismo que nosotros. Muchos de ellos destilaban una confianza inmensa que rayaba en la soberbia. Procuraba olvidarme de la tensión platicando con mi hermano, que parecía niño en el circo. Quedó impresionado con cuanta planta vio encima de unas macetas que adornaban los pasillos antes de llegar al set de grabación, en este caso, de casting. Las torres de luz, los equipos de producción, los foros lo volvieron loco. Cuando veía pasar actores o actrices y llegaba a reconocer a alguno de ellos, saltaba y aplaudía moviendo la cabeza por aquí y por allá. Inmediatamente después su cara se transformaba en algo raro. De la misma emoción de ver tantas cosas nuevas, se cruzaba de brazos, movía la cabeza, ahora pendularmente, metiendo y sacando la lengua. Se veía extraño. 



Después de formarnos dos horas afuera de donde nos iban a hacer el casting, nos hicieron pasar. Nos esculcaron y nos registramos. Siempre es un poco difícil para mí no salir de mi casa sin un peine en la bolsa izquierda del pantalón. El policía que me tocó me pidió que vaciara el contenido de mis bolsas de los pantalones. Sin pensarlo y guardando el aplomo, le enseñé lo que ahí traía. Unas monedas, un cortauñas y un sacapuntas. En la otra, mi querido peine para peinar mi cabello, poco, pero rebelde; unas llaves y mi cartera. Me vio como con indulgencia, sonrió y me dejó pasar. "¡Poli payaso!", pensé. Si lo revisaran a él seguramente traería una cuchara de peltre, un rollito de papel higiénico y una lata de atún.



Llenamos unos formatos y enseñamos la contraseña que previamente nos habían pedido. ¡Listo! Me recreaba ver tanta gente que confiaba tanto en sus conocimientos y que con la ceja alzada estaban a punto de hacernos un examen escrito para comprobar nuestra sabiduría. Nos metieron a un salón como para unas cien personas. Una señora bajita, de lentes con una bolsa al hombro como de peluche, platicaba animosamente con un joven de unos veinte años, y le enumeraba todos sus logros escolares: licenciaturas, 2. Posgrados, maestrías, diplomados, seis doctorados. "¡Qué envidia!", pensé. "¡Cómo no soy ella!", me susurró mi hermano, preocupado. Tragué saliva y respiré hondo. Por allá, lejos de nosotros se escuchaba la poderosa voz de un hombre maduro, alto, calvo, de casi de dos metros de estatura, con el brazo derecho extendido y con el otro abrazando con ternura dos libros voluminosos. Parecía profesor de alguna universidad, de esas de las buenas.-- Va a ser fácil para mí. Toda mi vida la he dedicado al estudio, a la inverstigación, a la enseñanza. He sido un erudito de tiempo completo-- dijo. Las tres señoras que lo escuchaban tenían la boca abierta y los ojos como extraviados. El sonreía, dichoso. Mi hermano se acercó a mí y con el rostro perlado por el sudor, musitó: "¿Y si mejor nos vamos?". Yo tenía unas inmensas ganas de vomitar de la intimidación que ya habían logrado provocarme los demás participantes. Aún así, levanté su carita que veía hacia el suelo y sus hombros que también los tenía caídos y lo miré firmemente para que no se dejara vencer antes de tiempo. Nos acomodaron en un pupitre a cada uno y el terror iba crece y crece. Mi hermano, en su lugar, estrujó sus manos, bajó la cabeza y rezó. Ya no dijo nada. Me pasé el dorso de la mano derecha por mi frente, para quitar el interminable sudor que no cedía ni un segundo.



Una vez que nos dieron el examen cada quien estaba en lo suyo. Empezamos. ¡Bang! ¡Zas! ¡Pum! ¡Chin! Y todo en un ratito, acabó. ¡Qué rabia! De las diez preguntas que venían en la prueba, ya una vez que salimos y buscamos y comprobamos las respuestas por celular, tuve tres buenas. ¡Tres! Mi hermano una buena más. ¡Chispas! Como era de esperarse nos dieron las gracias y el señor que estaba a cargo nos pidió encarecidamente que estudiáramos y leyéramos más.
¡Adiós a casi todos! Mi decepción y enojo no pudo ser más grande ya que un estúpido dolor en el pecho hizo que derramara lágrimas de dolor, de impotencia, de rabia... de burro. Ahí íbamos caminando  hacia la salida como borregos sin pastor. Todos viendo al suelo. Mi carnal lloró como nunca lo había visto llorar. Como lloran los hombres. Entre sollozo y sollozo escupía al piso. Lo hacía de rabia. Se veía y se escuchaba en ese llanto, ese querer ser y no lograrlo. Mientras tanto yo me metí al w.c. a sonarme la nariz y a limpiarme los ojos. Al salir seguía llorando. Lo abracé y le dije que pronto pasaría, que no se preocupara, que ese dinero que daban de premio a los ganadores del concurso algún día lo juntaríamos entre los dos trabajando doscientos años sin parar, noche y día. Caminamos hacia afuera de la empresa televisiva y anduvimos hasta que nos perdimos el uno al otro. Desde ese día no nos vemos. No sé nada de él.
El señor calvo, la chaparrita y más de cien personas salimos por la puerta grande y cada quien se fue a llorar su derrota a su casa. Se quedaron siete indivisuos, cuatro mujeres y tres hombres que contestaron todo bien.
Fue un espectacular golpe al orgullo, al ego. 




Por burros no nos quedamos., En los anales de la historia, ese día ha quedado marcado como el día de "Platero y Yo".



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