jueves, 2 de junio de 2011

Sangüichito

No eran muchas mis ganas de cenar las lentejas que seguían hirviendo en la lumbre. Era ya tarde para salir a buscar algo más para cenar, cuando providencialmente me asomé a la olla y vi que por algún motivo fortuito que desconozco yacía una enorme, peluda y suculenta rata, que estaba despellejándose por lo caliente del agua y había quedado ahogada a los pocos segundo de haberse caído a mi perol de barro. Como pude esperé a que se terminara de cocinar --de una vez-- y procedí a sacarla, la sequé y empecé a rebanarla. La fortuna estaba conmigo. Ya tenía preparada una cabecita de canario, de esos que crío desde hace muchos años y patas asadas de paloma, de las que agarro en la azotea con cajas de zapatos vacíos  y moronas de pan como trampa. La sopa estaba lista y noté que me faltaba mayonesa o crema para untarle a ese sandwich que tenía en mente hacer 

"¡La sangre!", dije, emocionado. Desangré al roedor aquél y el líquido rojo lo puse en un sartén aparte. La sofreí con cebolla picada, un poco de ajo y salsa inglesa. Me sirvió para untársela al pan  y le agregúé rebanadas delgadas de pepino y de jitomate. Un ojo del infortunado animal salía por una orilla de mi emparedado viéndome como con rencor, pero al momento de morderlo y tragármelo, todo acabó. Cada bocado era necesario dárselo aprisa. Y no porque me diera asco, muy al contrario, se me hacía agua la boca y gozaba apasionadamente cada que mis dientes y lengua hacían contacto con las partes de estos animalitos divinos. Un ligero temblor, casi un escalofrío benévolo me daba cada que se juntaban mis dientes y mi saliva para ir pasando esos bocados maravillosos.

 
Ahora, aparte de criar canarios y cazar palomas furtivas en la azotea de mi casa, también tengo un criadero de ratas de todo tipo, pero cuido mucho en no avisarle a nadie que pueda interesarse en volverse un gourmet de alta escuela.



Fin
laj