viernes, 16 de abril de 2010

Jumanji-jiji

Cerca de mi casa llegó un circo. He sido desde mi más remota infancia enemigo acérrimo de ver cómo se puede maltratar tanto a los animales a costa de la diversión de la gente. Mis hijos Serapio de cuatro años, Cicerón de cinco y Sinforoso de seis, me veían con ojitos lacrimosos y una vocecita que me pedían ir sin falta al espectáculo circense. Fuimos. Mi señora se quedó lavando los trastes y viendo el box. ¡¿Qué tal!?


Ahí íbamos los cuatro. Yo con los nervios de que un gorila no se fuera a comer a la jirafa, o que los enanos no espantaran a mis hijos. Cuando se es padre, la integridad de los hijos es lo básico, lo esencial.


El circo estaba bien piojito. Por ahí se asomaban osos, camellos, entre otros ejemplares.. Dos jirafas escuálidas y ojerosas. Pobres. Una  avestruz que estaba tuerta y chimuela, daba tristeza. Su gracia era cargar a los niños pequeños de menos de seis años y darles una vuelta al redondel. Serapio fue el único que quiso subirse. Fue feliz, su carita reflejaba el triunfo del hombre sobre la bestia.


Cuando salieron los payasos espantosos mis tres hijos se echaron a llorar. Aparte de no tener ningún chiste, sus ropas, sus miradas, sus gestos... ¡a cualquiera hubieran hecho llorar! ¡Qué mal! Rutinas que veía cuando  era niño las repetían sin causar ningún efecto.


Lo padre fue cuando salió la mujer barbuda tropezándose con su barba y correteando a un enano malandrín que al parecer le había robado un bolillo de su lunch. Creo que esto no fue actuado porque el chiquitín corría con los ojos muy abiertos, despavorido y con sus nalgotas de un lado para el otro. Tanto era el miedo que reflejaba su rostro al huir de la mujer velluda, que interrumpió el acto del domador de los tigres de Bengala, justo cuando éste hacía la suerte suprema de meter su cabeza en las grandes fauces de ese hermoso felino. El chaparro correlón le dio un tope en las pompas al domador, el animal se espantó y se comenzó a comer a su ex amo. Había otro tigre en un pedestal al lado de la escalofríante escena. Al ver tanto desorden dentro de su lugar de trabajo, se le fue encima al pequeño hoimbre quien estaba paralizado del susto. Lo despedazó frente a todo el público. No se comió el bolillo que traía en la bolsa trasera del pantalón. El pedazo de hombre ni pío dijo. No hubo tiempo.


La mujer barbuda vio que había provocado un desastre total. El circo era de tres pistas, entonces, un malabarista que aventaba pinos de boliche hacia arriba, volteó a ver qué pasaba y uno de esos pesados y peligrosos pinos le dio en el mero coco y cayó desplomado, sin conocimiento al suelo, sangrando por un oído. Al mismo tiempo dos trapecistas volaban por los aires y es lógico que los gritos de horror de la gente los distrajeran en plenas volteretas, y sin completar sus giros de rutina, voltearon curiosos hacia abajo y uno le pegó de lleno al otro, cayéndose los dos en forma descompuesta. El acto era sin red.


Para ese momento, la gente ya huía por todos lados. La mujer barbuda dejó abierta la jaula de los tigres, quienes se veía que todavía tenían mucha hambre. Era una escena dantesca. Volteaba a ver a mis tiernas criaturitas y sólo atinaban a mirarme fijamente con caras largas y asustadas. Quise abrazarlos con calidez y decirles que son cosas que pasan en la vida, que debían tomar la situación con madurez, con calma. Pero no. Al grito de "¡sálvese quien pueda!", salí huyendo por un hoyo que se hizo en la carpa abajo de las gradas donde estábamos. Todo era caos. Por mi cabeza sólo pasaba un pensamiento: salvarme. Me olvidé por unos instantes de mis hijos. No por eso los dejé de querer.


Los dos tigres hambrientos, seis cebras, dos leones pelones, una llama, dos rinocerontes, tres hipopótamos, cinco changos marangos, dos vacas chichonas, un toro de lidia, una tortugota con cerilla, cuatro caballos percherones, ocho camellos, dos cocodrilos, tres cobras venenosas, un jabalí cachetón, un perico con estrabismo, un borrego, un chivo sucio, dos lechoncitos, seis gallinas, ocho gatos con roña, muchas cucarachas y como ochocientas ratas salieron todos huyendo del circo corriendo todos para todas partes, junto con el público, que esa noche habíamos hecho un lleno absoluto.


El circo estaba ya en llamas por alguiien que en el desorden estaba fumando y tiró su cigarro encendido. Todos los seres vivos que hacía unos instantes convivíamos juntos debajo de la gran carpa del circo, corríamos cada quien para donde podíamos, como si huyéramos de un volcán en erupción. Muchos animales fueron atropellados y la gran mayoría muertos por no usar el puente que cruza a las casas donde estaba mi hogar. Sólo se salvó un cocodrilo, el jabalí y todas las cucarachas que eran de las gordotas que tienen alas.


Cuando llegué a casa mis tres hijos amados y adorados estaban ya bañados, cenando cereal y viendo tele junto con su madre. Los cuatro me recibieron con una mirada gélida de reproche y me ignoraron enseguida. De inmediato me subí a dormir espantado, triste, deprimido.


Recuerdo que en el camino a casa, pude ver a la mujer barbuda sentada en una banqueta, mesándose la barba y comiéndose un bolillo, pensativa. Creo que para el susto.



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El Chico Chic

Desde que tengo uso de razón mi mamá y mi papá me han cobijado con su amplio y acolchonado manto de amor y a veces hasta de sobreprotección. Dice ella que cuando nací, no permitió mas que una enfermera y un doctor me vieran en pelotas y con el cordón umbilical colgando y sangrando bien recio, porque aun cuando ella estaba en pleno trance de parto, tenía preparado un pequeño frac tamaño bebé 0 meses debajo de su almohada, mismo que me puso quién sabe cómo y le ordenó a los doctores y cuerpo de enfermeras que me lo dejaran puesto, que  la categoría de nuestra familia así lo merecía. Aunque mis padres entraron en taxi al hospital y salimos de regreso en metro, mis papás tenían bien claro que era lo que querían para mí: lo mejor.
La situación económica de la familia era precaria, y desde aquella infancia óptima, todas las señales me decían que yo no era rico, o tan rico, bueno mas bien era pobre, bien pobre.


Los Reyes Magos y Santa Claus llegaban cada año puntualmente, aunque no siempre me traían lo que  les pedía, siempre eran llenados esas omisiones con un chorro de dulces de todo tipo y algunas veces  con calcetines. Aún así, yo veía que me traían más cosas que a mis amiguitos y vecinitos. Eso me trajo algunas dificultades con algunos de ellos, los más envidiosos. Y me comenzaron a decir el Chico Chic.


No sufría mucho con ese apodo, pues en vez de darme coraje, sentía que me quedaba cada vez más y más al puro centavo. En eso me estaba convirtiendo: en un chico amante de la buena vida, un sibarita. No obstante que nuestra casa estaba al lado de las vías de un tren que cada vez que pasaba por enfrente de la casa  y se detenía, mis amigos y yo nos metíamos por debajo de los vagones y hurtábamos granos, semillas y carga que llevaba atravesando el paìs. Cuando llegaban los repartidores de refrescos, fruta, tortillas, tintorería, etc. no perdíamos la oportunidad para darles baje con algunas de sus mercancías. Varias veces me robé cosas y lo dejé de hacer cuando mi papá me cachó tomándome un refresco fruto del hurto de esa mañana en plena azotea con otros tres vecinitos que deleitaban el líquido conmigo.


Al esperar de mí lo mejor desde muy pequeño, mis padres buscaron alternativas para inscribirme en las mejores escuelas del país desde esa mi nostálgica infancia. Como creo no buscaron mucho, la primaria, secundaria, prepa y superior las estudié en escuelas de gobierno. Veía que mi padre sufría al no poder darme esa educación que siempre añoró para sus hijos y entre ellos, yo. Vendía frutas con limón y chile piquín afuera de la primaria donde iban mis hermanos y yo. El dinero no alcanzaba. y como que el estudio no era lo mío. Era burro.


Con todo y eso, me empecé a distinguir de los grupos que frecuentaba por mi exquisito gusto para vestirme, por la comida, la música, las artes, los deportes y las lecturas, sobre todo las lecturas.


Cuando salíamos a comer en familia no íbamos a los sopes, quesadillas o pambazos de la zona. No. Mi madre fue educada en las mejores escuelas de monjas de su época y nos llevaba al mercado de la colonia. Eso empezaba a darnos clase, a mí y a mis hermanos.Categoría. Comíamos arrocito con huevo estrellado, guisado y frijoles con agua de sabor. Los domingos mi papá nos llevaba a desayunar al lado del aeropuerto, unas memelas con harta cebolla y mole, dignas de un rey. Eso me empezó a abrir las puertas del jet-set (a mi nivel).


En la música nunca escuché rolas guapachosas como todos los de la colonia, ni siquiera las que estaban de moda. Mi objetivo era ser diferente a la gente con la que convivía diariamente. Empecé a oir música clásica y de ahí nadie me detuvo. Aunque estaba en casa, ponía el tocadiscos a todo volumen. El chiste era que el vecindario se enterara de mis gustos diferentes, aunque a mi me hiciera dormir. Hoy en día cuando en cualquier circunstancia alguien me pregunta que quiero oir, siempre pido clásica y atraigo las miradas como siempre lo quise hacer desde niño. Llamar la atención, ser alguien. Si la reunión exige tomar un trago no pido tequila ni mezcal. Pido whisky en las rocas y de lo más caro. Siempre distinguiéndome. Un bon vivant.


Tenía una tía que nos quería mucho y nos compraba fayuca cada dos años a mis hermanos y a mí. Era la sensación. Ropa barata y del otro lado. Eso era ser poco a poco, chic. La ropa, si no era de ahí, íbamos con una señora que mes a mes traía ropa de "paca" de los Estados Unidos. Sólo la desinfectábamos y nos la poníamos. ¡Ah! Pura clase.


Si era cuestión de ir a hacer ejercicio, me inscribí a un deportivo popular en una colonia vecina y a mis amigos les decía que estaba en un club exclusivo. Eso sí, siempre llegaba en mi bicicleta donde mi hermano repartía periódicos en las mañanas. Cuando pude entrar a trabajar me metí de cerillito a una tienda departamental, también un poco alejada de mi zona de vida. Yo decía que laboraba de ejecutivo en una empresa trasnacional sin decir el nombre. El toque de misterio que daba ese silencio mío, me daba más y más importancia.


Cuando en familia salíamos a Acapulco nos íbamos en camión, pero en el más caro y así también escogíamos los hoteles más exclusivos dentro de la zona de la Roqueta y de Caleta. Siempre distinguiéndonos de la demás pelusa.


Los espectáculos a los que asistían eran escogidos por mí con detalle. Cuando empecé a tener novias siempre las escogía de zonas diferentes a la mía. Las sorprendía con mis decisiones de ir a ver películas de arte, conciertos de ballet, música clásica, jazz. Paseos para turistas dentro de la misma ciudad. Era un turista dentro de mi lugar de nacimiento. Y al final del día acaba tomando el metro, transbordando y luego tomando un microbús que  medejaba en mi casita lejana de los demás, de interés social.


 Por cierto, mis conquistas se aburrían rápido y me abandonaban a los pocos días de iniciar. Especialmente cuando conocían mi casa. Bu.


Para alzar más mis cejas y la de los demás, compraba diariamente mi periódico especializado en finanzas, aunque no entendiera ni un comino. Sólo leía los monitos y mi horóscopo. Cuando tuve acceso a las tarjetas de crédito, saqué diez, nomás para empezar. Lociones, corbatas, trajes y zapatos, principalmente fue lo que compré a destajo. Desayunaba, comía y cenaba en restaurantes de moda, me gustaba ser visto por la socialité. ¡Cuánta chingada falsedad! ¡Qué barbaridad! !Esto tiene más de quince años y aún sigo pagando mis deudas de entonces!


No de mucho me ha servido comprar como rico y usar mis cosas como lo que soy, como pobre. He sido un rico pobre. Un mentiroso a los demás, que estoy seguro, nunca nadie se tragó el cuento de que yo era  muy-muy. De que era un chico chic.



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