martes, 28 de septiembre de 2010

Mi Mascota Gerarda

Desde hace muchos años había querido tener como mascota a una rata. Hace unos pocos meses que mi sueño desde niño se pudo hacer realidad. Todo empezó una tarde fría de enero que lavaba los trastes abstraído en mis pensamientos. Pensando siempre en el futuro. ¿Qué me depararía? ¿Qué sería de mí en unos meses? ¿Qué estaría haciendo en cinco años? ¿Cómo me veía?  Y todas esas cosas que uno se cuestiona cuando está en pleno uso de sus facultades de hombre joven. 


En un rincón por abajo del calentador que se encuentra muy cerca del fregadero, vi cómo algo se asomó e inmediatamente se escondió a toda velocidad. Sospechaba que podía ser una gran cucaracha, de esas que tienen alas y parecen más bien como ratones, del tamaño tan tremebundo que pueden llegar a alcanzar. Se sabe que las tortillas duras y las sobras de frutas y vegetales alimentan tan saludablemente a estos insectos que alcanzan dimensiones insospechadas. Deliberadamente dejé algunos trastes sucios para en la noche, para ver si volvía a aparecer ese animal que no pude distinguir bien a bien qué era específicamente. En la noche no hubo respuesta alguna. Y así pasaron dos semanas sin ver nada que pareciera raro o se moviera cerca de la zona de los trastes.


Esa tarde milagrosa, tallaba con la fibra los platos y la mugre que les colgaba. Al enjuagar, con el rabillo de mi ojo izquierdo pude notar la presencia de algo, nuevamente. Me estuve quieto. No me moví y volteé poco a poco la cabeza para ver lo que estaba ahí como esperándome. En la radio sonaba algo de Rod Stewart. 

Al voltear completamente pude ver a ese animal que para mí es la neta sobre todos los demás. Yo no quería ni un cuyo ni un hamster, gordos y perezosos. Yo quería a la reina de todas y todos. Agil, atrevida, astuta, osada, arrojada, agresiva, respetable, temida, nunca entendida. Quería una rata. Y una gran rata gris estaba ahí viéndome fijamente a mis ojos. Dicen los libros de ciencia que una roedor de estos tiene una sensibilidad más allá de lo imaginable y puede detectar que humano se puede acercar a ella para hacerle daño o quién se le acerca con intenciones nobles. Esta era de un tamaño no muy grande. Mediría unos cuarenta centímetros, más la cola pelona y rosa, rosa, de otro tanto. Desde ese primer instante que nuestras miradas se encontraron, pude admirar lo bella que era. Su pelaje gris plata brillante la hacía sin lugar a dudas un ejemplar de genética incomparable. Sin quitarme el ojo de encima se fue deslizando cautelosamente justo enfrente de mí. Estaba siendo salpicada por el agua de la llave que corría sin detenerse. Traté de adivinar qué era lo que quería este ser tan espectacular. Con cuidado quité un poco de los restos de jitomate que aún permanecían en un plato como sobras de la comida anterior  y con mis dedos pulgar e índice le acerqué un trocito con todo mi cariño y así lo tomó ella. Extendió sus dos patitas delanteras con una paz y una sumisión como nunca he visto cosa parecida. Me dedicó una mirada de tierna gratitud y agachó su cabecita para roer con calma su bocado. Mientras comía, cerré la llave del agua y volteó hacia mí como dándome las gracias. ¡Son unos animales bellísimos! 

Se lavó sus patitas o manitas, con más cariño y se me quedó mirando como diciéndome "¿me puedo quedar a tu lado?". Me sequé y le extendí mi mano derecha para que subiera a ella. Como que dudó. Los hombros se le elevaron debajo de toda esa alfombra peluda gris plata, para dar paso a un estiramiento sin mover las cuatro patas de su lugar. Entonces subió con mucha parsimonia, pero confiando en mí. Una vez arriba me hacía cosquillas con sus largos bigotes y parecía que era feliz. Yo sí que lo era. De niño había tenido un perro, pero no me gustó mucho porque cuando creció un buen día se desapareció y nunca supe otra vez de él. Esta mascota era tangible, real y nunca hubiera pensado en lo fácil que me había sido hacerme de ella. Creí que iba a tener que irme al basurero de la esquina, de noche y acechar hasta saltar sobre una de ellas, capturarla y adoptarla como mascota. No fue así.


Le llamé Gerarda. Era revoltosa y quién sabe si era hombre o mujer, yo le puse Gerarda.


Al llevarla a la escuela y al andar por la calle surtió el efecto que esperaba. La gente gruñía, unos vomitaban, niñas gritaban y hubo gente que trataba de pegarle con piedras grandotas. Al ver mi temple y que Gerarda no se les iba a los tobillos a morderlos, creyeron en mi palabra que era una buena ratita. Si hubiera sido persona hubieran dicho que era buena gente. Ella sabía quién se acercaba y con qué intenciones. Nadie nunca quiso acariciarla. Pero eso parecía no importarle. Me la pasaba dándole cachitos de bombones o de frutas o chocolatito, mientras yo estaba en clase o platicando con mis amistades. Como si fuera un halcón o un cotorro, ella andaba sobre mi hombro derecho muy digna, muy segura de que ése era su lugar: la cima del mundo. Cuando estaba muy contenta se paraba en sus dos patas traseras y ejecutaba una como marcha o baile, ahí la veía con orgullo y ella estaba radiante. Era una rata maravillosa.

                        
Gente del vecindario dicen que Gerarda mató a Don Cuco, pero yo les digo que él se murió de viejito. Ellos insisten que no, que la leptospirosis no da nomás porque sí. Da por estar en contacto con los orines o heces de los roedores y Gerarda convivía demasiado cerca de los vecinos. Nadie lo sabe, pero le daba agüita de los tinacos de la azotea. No nada más ha muerto este señor, ya van tres más y nueve más han enfermado de males, algunos raros y otras no tanto. Fiebre hemorrágica con síndrome renal, ébola, tuberculosis, hepatitis, salmnelosis, cólera, peste bubónica, tifus y rabia. 
 

Por cierto que Gerarda sí ha mordido gente, pero no es para tanto. Un día mordió a El Kansas, un muchacho sin hogar que anda de aquí para allá y que creo que no le pasó nada a él. La pobre rata mía ha estado con fiebre, diarrea y con un abundante vómito. Parece que se va a morir. La tengo hospitalizada y elevo mis ruegos para que esta gran mascota mía se salve. Ya le mandé decir una misa. ¡Ay! Estoy bien seguro que ella no ha tenido nada que ver con los males y muertes de la demás gente. Hace dos días me salió un escaso salpullido del lado derecho del cuello, donde solía cargarla, y siento un rarísimo dolor en la garganta que por ratos me impide respirar. Ha de ser por tantas presiones y tanto estrés que me ha provocado la enfermedad de Gerarda.




Fin
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lunes, 20 de septiembre de 2010

La Casona

La vieja casona de la calle del camellón con sus tres niveles siempre ha dominado el panorama de esa esquina donde está la escuela que es a su vez kinder, primaria y secundaria. Un añejo rumor se ha vuelto a esparcir en estos días. Dice la gente de la colonia que en esa casa espantan. En ella vivieron hace muchos años una familia conformada por un padre que era militar, su esposa y dos hijas de rostros bellísimos y de cuerpos envidiables. Tendrían en aquél entonces unos veinte y veintidos años, respectivamente. El frío polar que se siente al pasar por afuera de la casa es de antología. Es muy raro que uno vaya caminando y al pasar frente o a un lado de esta construcción antigua, el cuerpo perciba una estremecedora onda fría que enchina la piel.

El padre fue un general altamente condecorado en su labor en una guerra en el Oriente Medio hace más de veinte años. Su vida entera la ha pasado afuera de su casa sin ver crecer a sus dos hermosas criaturas. Su esposa ha sido la madre mexicana promedio. Descuidada, abnegada, sin cariño por parte del marido y pendiente del desarrollo de sus hijas Fernanda y Alejandra. Estas dos niñas, vivían normalmente, las dos estudiaban la universidad en aquel entonces. El general Enrique era un ser muy rígido porque así lo exigía la naturaleza de su puesto y las ganas de seguir manteniendo a otras dos familias más. Su esposa Graciela entendía que su destino era aguantar lo que el cielo le enviara de sufrimientos, pero siempre junto a su esposo y al padre de sus hijas. Graciela no repelaba, siempre estaba afanándose en hacerle grata la vida a su esposo infiel que llegaba a altas horas de la noche y en las mañanas se bañaba y se salía de la casa sin siquiera despedirse. Las hijas estaban acostumbradas a ser ignoradas por el padre. Ellas estaban en lo suyo. Fernanda, que era la mayor, tenía como novio a un muchacho que estaba a punto de recibirse como médico cirujano, y Ale ya planeaba su boda con su novio, un ingeniero civil con el que llevaba tres años de sana relación. Eran unas chicas normales, a pesar de haber crecido sin casi conocer a su padre.


Dice la gente que tiene más tiempo en los alrededores que una tarde el padre, en un arranque de celos asesinó a sus dos hijas con sus respectivos novios mientras comían junto con su esposa. Una bala para cada yerno frustrado y uno para cada una de sus hijas ilusionadas y envueltas en un manto de sueños truncados en ese momento. La escena fue indescriptible. Horrible, cuentan los policías que pudieron entrar a la vieja casona después del cuádruple crimen.


El general tenía tan buenas relaciones a nivel gubernamental, que una policía local no le iba a impedir seguir viviendo como a él le gustaba. Simplemente fue a presentar su declaración a la delegación y salió como la fresca mañana de ahí, para regresar a su casa. Entonces Graciela ya no encontró razón alguna para seguir tolerando las faltas de respeto y el que su exótico esposo la ignorara soberbiamente. Ella creyó que una vez que se llevaron a los cuerpos al servicio médico forense y su esposo a la delegación, él nunca regresaría. No contaba con las leyes y el personal de justicia que retuerce los caminos por apenas unos pesos.

La señora Graciela quedó muy afectada después de ver cómo impunemente su media naranja había asesinado a sangre fría a sus hijas y a sus prometedores novios. Después de haberles alojado una bala en la cabeza de cada uno, se sirvió un poco de bisteces con queso y un vaso con agua de sabor que estaban en la mesa. Graciela espantada llamó a la policía, pero ahora se daba cuenta que había sido para nada.

La historia citadina cuenta que una mañana , muy temprano, Enrique, el general retirado se estaba bañando disponiéndose para salir a Dios sabe donde, cuando Graciela enloqueció. Fue al garaje y sacó un recipiente de un litro donde su esposo tenía guardada la gasolina. Regó la puerta del baño y recargándose en ella se prendió fuego a manera de que las llamas y el mismo peso de su cuerpo arrinconaran eternamente a ese asesino mano suelta. Los alaridos de la señora se escucharon muy lejos de la casona antigua. Los dos murieron calcinados.

La señorita encargada de mostrar esta casa para poderla vender, dice que percibe algo muy extraño cada que le da un tour a los interesados en esta casa de tristes recuerdos. Generalmente quien se interesa es gente que no es del rumbo. Porque los que vivimos en la zona sabemos que a todas horas se oyen lamentos infrahumanos; discusiones a gritos, sollozos y maldiciones; aunque sabemos que la casa está vacía y nadie vive ahí. Los perros al pasar por fuera, como si vieran al mismísimo demonio, se detienen, pelan los ojos y salen aullando en dirección contraria. No hay persona de la colonia que no sepa que a esta casona se le conoce como la casa embrujada de la zona. 

Pareciera como si la familia de cuatro integrantes aún viviera ahí. A altas horas de la noche, entre las tres y las cinco de la mañana, se escucha el tintineo de copas chocando entre sí, brindando. Y después de unos minutos cuatro balazos espaciados por unos diez segundos entre uno y otro, acompañados de gritos de dolor espeluznantes.


La vendedora parece ser que ya encontró compradores. Es una familia de sólo gente adulta, un señor de unos sesenta años, una señora que debe ser su esposa de unos sesenta también y dos hijas de unos veinte y veintidos años, respectivamente.


El día de la entrega de llaves quise asomarme para ver el momento. Caminan despacio, pareciera que la vida les debiera algo porque ven con rencor a su alrededor, llevan la cabeza gacha, como tristes, como cansados. No debería decirlo, pero esa palidez cadavérica que noto en sus rostros me tiene intranquilo, preocupado.



Fin
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viernes, 10 de septiembre de 2010

Deudor

Ya no esperaba nada de la vida hasta que llegaste. Nunca creí que huir iba a ser el verbo que más repetiría y practicaría en mi vida.

Siendo la abonera incansable del refri, estufa y televisión que compré hace dos años y aún no acabo de pagar, tuve que salir de mi casa huyendo, dejando todo atrás y embarcándome a Alaska, para que ahí nadie me encontrara.

Supe por comunicación con mis familiares y amigos que te cobraste con mi casa.

No importa. Acá no gasto y no pienso regresar. Vivo en un iglú con siete parejas de eskimales que me dieron refugio a cambio de que pesque todo el día para ellos. Aprendí a comer focas, pingüinos y ballenas. Extraño mis frijolitos charros, esos que me hacía la Tía Lupe y las tarjetas de crédito.



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lunes, 6 de septiembre de 2010

Progresando

No puedo olvidar el día que me quedé sin trabajo.


Mi ira estaba desatada. El disgusto existencial que tenía con la vida y con toda la raza humana, ese día había hecho crisis. Alcanzó su punto máximo cuando, estando en el súper, y casi a un paso de llegar a la caja a pagar mis mercancías colocadas en mi carrito, sin decir agua va, la cajera sacó un cartoncito que decía: "Fuera de Servicio" de uno de sus cajones y con veloz habilidad lo colocó en el espacio dispuesto para colocar la mercancía. Sacó el dinero de cada apartado de su caja y se fue caminando muy derechita de la espalda, desapareciendo entre la multitud de gente, con rumbo a las oficinas del centro comercial que estaban en un piso superior. 



Cuarenta y cinco minutos estuve parado esperando a pagar civilizadamente mis cosas y la fulana ésa realizó ese movimiento que me hizo dejar mi carrito cargado de cosas y salir enojadísimo. No tenía aire ni estómago para reclamar. Ese día en la mañana me habían corrido de mi trabajo después de treinta años. Dicen que se me vio mascando chicle dentro de las oficinas. Lo que se me hizo francamente injusto, pues sí mascaba chicle, pero en la cafetería y aún faltaban dos minutos para las tres de la tarde. Ese debió haber sido Juan Francisco, siempre me ha tenido tirria y no sé yo por qué. Supuse que había sido él porque cuando tomé mis cosas y me empecé a despedir, había una mirada brillante y triunfal en ese par de ojos café rata, que no podía ocultar. Mi salida le dio un gusto enorme. Siempre estaba riñendo conmigo. Me presumía cosas y luego, cuando yo le platicaba algo, creía él que se lo decía para hacerlo sentir menos. Está loco. El debió haber ido con el chisme con la señorita Claudia, de Recursos Humanos. Y ella tan chula. Ya no me pude despedir de ella, pues sólo trabaja medio tiempo y porque los cheques de liquidación los da el cajero, un chaparrito insignificante cuyo nombre nunca se me grabó.


Después de salir del centro comercial sin haber hecho una sola compra, decidí gratificar mi día tan malo con una cena en el restaurante que está saliendo por la puerta sur. Para pedir mesa hice una fila de unos diez minutos. Como nunca falta, una señora de bigotes güeros se metió y no faltó quien reclamó, entre ellos, yo. La pasaron de todas maneras antes, a la incivil aquella y su recua de siete personas. Había mucha gente, ya era de noche, casi las ocho y se notaba que las meseras eran insuficientes para esta tarea de atender tantas mesas. Con los nervios casi deshechos, tomé asiento y me tocó al lado de una mesa donde había tres niñitos de menos de cuatro años, los tres se pegaban, jugueteaban y gritaban a todo pulmón. En la parte de atrás estaba una mesa de adolescentes toma-café que van a ligar a la mesera y se la pasan pidiendo tres horas de puro cafecito de dieciséis pesos. La música ambiental tocaba Abba, luego Phil Collins y alcancé a oir a Rod Stewart antes de levantarme y hacer uno de mis escándalos que a veces son necesarios.


Pedí hablar con el Gerente, pero éste era un individuo que se veía que apenas comenzaba en estas labores del trato con la gente y a trabajar en su vida total. Las mangas del traje le cubrían las manos y la corbata la traía toda chueca. Los pantalones del traje azul marino brilloso, brilloso, tapaban por completo unos zapatos que se adivinaban ya muy gastados a juzgar por el grueso de las tapas que en un descuido se asomaban por debajo del largo pantalón. Su bigote mal afeitado y un olor a sudor del Metro, así como un gallote en la cabeza, me hicieron incomodarme más. Habían pasado ya quince minutos y nada que me servían mi hamburguesa. Al irme a sentar vi que la señorita ya traía mi orden y de inmediato pedí la cuenta. Se tardó otros quince minutos en llevármela. No le hace, la espera ya no fue tan ardua, pues comiendo hamburguesa y bebiendo café me tranquilicé un poco. 


Al revisar mi cuenta vi que me había dado otra, por supuesto más cara. Era la cuenta de la señora de bigotes rubios con siete acompañantes, que estaban ya en la caja, nada tontos pagando una cuenta que era como cuatro veces más barata de lo que debían pagar. Queriendo correr a la caja, una mesa de nueve viejecitos, cada uno con una andadera me impidieron el paso, traté de hacerle ver a la mesera su error y ella lo negó todo. Me advirtió que esa era mi cuenta y que si no quería pagar que lo viera directamente con la policía que estaba en la puerta. Una policía chaparrita, morena, con ojos de espanto y con la mirada perdida cuidaba el local.  No había cómo pasar delante de estos venerables señores que me impidieron evitar agarrar a la güera bigotona y sus secuaces. Esperé. Pensé que si la policía estaba ahí era experta en desentrañar misterios y arreglar conflictos. Antes de pagar pasé con ella y de tirón le expliqué el malentendido que había ocurrido con mi cuenta. Adjetivos más, adjetivos menos, después que acabé mi monólogo le pregunté: "¿Qué me aconseja hacer?". Ella, con esa cara de simio y con una comprensión cero del asunto, se limitó a preguntarme con un hosco sonido, creo que un gruñido proveniente desde lo más profundo de su garganta: "¿Muhhhééé?" 


No pagué la cuenta. Se la sorrajé en la cara y salía  toda prisa de ahí. Ya oía a las patrullas tras de mí y siendo yo más listo crucé por las callecitas para ir a mi casa en vez de andar por las avenidas. Abriendo el zaguán de la puerta principal de mi casa, una mano se posó sobre mi espalda acompañada de una voz que me dijo: "¡No ponga resistencia y acompáñenos al M.P.!"


Después de tres días de estar en los separos, me hicieron pagar la cuenta y al final salí. En esas setenta y dos horas conocí a lo más granado del hampa de la zona. El Chino, sujeto que vende artículos de dudosa procedencia en las calles de la colonia; El Sapo, un chavo todo idiota, que a cada rato lo refunden por andar manoseando mujeres y hombres en los microbuses; El Hierbas, cruel comerciante de droga en pequeño, consigue de toda clase, tamaño, tipo y origen; y El Neto, recio hombre de negocios con tratos entre las policías de todo tipo y clase en el país y allende las fronteras.



Adentro me hice de contactos muy interesantes. Ya basta de andar dejando currículas aquí y allá para que luego ni me hablen. Ahora he empezado a vislumbrar un negocio que va a cambiar mi vida y la de los míos. El progreso está a tiro de piedra.



Fin
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