jueves, 19 de agosto de 2010

Al Pie de los Volcanes

Hace exactamente veintitres años, una mañana de agosto, agarré mis pants, me puse mis tenis, mi gorra de estambre negra, una sudadera de algodón bien calientita, como veinte pesos y mis llaves. Salí del departamento. Aún la madrugada sabía a noche. El esmog estaba abajo, flotando a la altura de los ojos. Los ruidos que invadían mi alrededor eran de automóviles que se oían en mi camino a la calzada Zaragoza. Al lavarme la cara desperté más rápido que siempre. El frío era normal para esas horas y para esa época del año. 

Había una ruta de microbús que decían Ozumba y que era exactamente el que debía abordar para llegar al lugar de entrenamiento. Eran casi las seis de la mañana y el transporte ya llevaba media ocupación. El tryecto lo tuve que hacer la mitad de pie.


Los amantes de la carrera han de saber que entrenar a un nivel más alto al de la ciudad de México-- que ya de por sí es alto, 2240 metros sobre el nivel del mar--, hace que los pulmones y el corazón crezcan y la sangre se nutra con más oxígeno. Por lo tanto, se adquiere una condición física de excelencia. A los maratonistas mexicanos se los llevaban al Nevado de Toluca y a los andarines, los llevaban a hacer campamentos de altura en La Paz, Bolivia.


Mi entrenador en ese entonces fue un corredor que nunca logró destacar tanto como algunos otros entrenadores que llegué a tener más adelante. Pero era una persona divertida. El Enterrador, le decían algunos miembros del gremio. Así como era, había acondicionado el pequeño pedazo de tierra plana al pie de el Popocatépetl y de la Mujer Dormida, ahí en Amecameca, para entrenar con sus quince o dieciséis elementos humanos que lo acompañaban a entrenar a Chapultepec, el Desierto de los Leones, La Marquesa, o donde él decidiera dónde se correría, qué días y a qué hora. Yo era uno de esos elementos. Mi hermano, otro. Ese día no me pudo acompañar no sé por qué.



Me bajé del microbús a las siete y cinco de la mañana y caminé como siempre unos dos kilómetros hacia unos maizales y al lado de un riachuelo, flanqueado por unos árboles frondosos que hacían ir viendo al lugar como digno de una postal. Era un paisaje memorable, de verdad. El cielo me recibió con esa limpieza que sólo se ve en lugares afuera de las ciudades. Un azul portentoso y una que otra pluma blanca en el cielo que pretendían ser nubes.El camino me iba acercando a los dos imponentes y majestuosos volcanes que poco a poco iban caminando hacia mí. El viento que soplaba era no frío, era helado. Helado pero aguantable. Era ese rumor gélido que poco a poco se va metiendo a la nariz y por arte de magia saca líquido de la misma .No se puede controlar. El mismo clima abrazaba a mi cuerpo y era necesario moverme, hacer calistenia, empezar a calentar, a correr.


Llegué antes que todos. La cita era a las ocho y faltaba media hora para saludar a los amigos que poco a poco se irían reuniendo a la hora acordada. Decidí comenzar a correr. Ese día, según mi bitácora, me tocaban correr quince kilómetros. En ese entonces era como decir: come un helado. Los hacía con gusto, con muchas ganas y con una emoción de niño. Calculé que el circuito tendría unos cuatro kilómetros. Recorrí una recta como de ochocientos metros, era un camino plano, de tierra dura. A mi lado nacía una ladera que me indicaba que subiendo unos dos metros de esa lomita había todo un campo maíz, que corría paralela al camino de terracería. Era muy cómodo pisar esa tierra. El panorama se había hecho un poco agreste, pero los volcanes quedaban a mi espalda. Después de la recta inicial venía otra recta con una inclinación de unos cuarenta y cinco grados hacia la izquierda. A mi izquierda siempre estaba la lomita y arriba los maizales, del lado derecho estaba pelón, descampado, el único árbol que se veía estaba como a unos dos kilómetros. Cuando se acabó esa segunda recta estaba otra pequeña de unos doscientos metros. En la terminación de este tramo del circuito que corría, se asomaban unas cinco casitas de lámina y afuera de ellas estaban unos seis perros que al verme se levantaron y a lo lejos empezaron a ladrarme. Estaban lejos. Sabía por consejos de mis padres, de familiares y de amigos que no debía tenerles miedo y demostrarles quién era el que mandaba bajo cualquier circunstancia y en cualquier lugar.

El aire frío del lugar se había convertido en una mezcla de calor incómodo con el movimiento de cada zancada. Las mejillas las sentía ardiendo y me deleitaba oyendo mis pisadas sobre esa pìsta improvisada que la naturaleza me regalaba. Mi respiración se acompasaba con mis pies. Era un concierto de sonidos sordos, de bajo volumen. El sudor me humedecía la espalda y la cara. Los volcanes con sus picos nevados me seguían ahora de mi lado izquierdo. En pocos metros estaría nuevamente de frente hacia ellos.


Me acerqué como si nada a estos cánidos, pensando que al verme sin temores, se estarían tranquilos rápido y se irían. Pero no. Mientras más me acercaba, más enojados y más cercanos los veía. Yo tomé las cosas con calma y estaba pensando qué hacer mientras seguía corriendo a mi paso veloz.. Cuando de plano los vi como a veinte metros, ágilmente di media vuelta y traté de ganarles por velocidad. Lo hice preventivamente, para que no me molestaran. Pero fea fue mi sorpresa al ver que al dar el giro sobre mi propio eje, ya estaban royéndome los tobillos y ladrándome a la altura de la cintura cuatro perros de esos seis que había visto hacía apenas unos instantes. Dos los traía ya a los lados y los otros dos  ¡iban enfrente de mí!. Me dio mucho miedo, debo confesarlo. No veía ningún sitio para guarecerme o algunas piedras para atacarlos. Quien sabe si me hubieran dejado hacer algo, pues los traía salte que salte pegados a mi cuerpo, que no se cansaba de correr a toda velocidad. La boca me comenzó a saber como a cobre, el corazón tenía unos latidos mucho más rápidos que los que yo conocía, sentí que se me iba a salir la pipí, el momento era muy difícil. ¡Guau! ¡Guau! ¡Guau!


Traté de dar un golpe de timón para despistarlos y subí a la lomita donde arriba había sólo tierra floja y la huella de maizales. Lo bueno que tenía una condición física muy buena porque a partir de ahí mis pies se hundían zancada tras zancada en la tierra suelta que más bien parecía agua. Aun así, ahí iban los perros tras de mí. Angustia y ansiedad era lo que sentía mi cuerpo.


Me miraban con un odio infinito. Me cansé de que estuvieran divirtiéndose así conmigo, de esa forma tan abusiva y con todo el volumen que aún tenía mi voz después de semejante sustazo me detuve y como si estuviera celebrando un gol, cerré los puños con la cabeza viendo hacia el suelo y haciendo el tronco hacia adelante comencé a gritarles con voz en cuello: "¡Ya cabrones!", "¡Déjenme!", "¡Por favor!", "¡Yo no les estoy haciendo nada!" "¡Yaaaa!".


Mi treta sirvió. No se me ocurrió hacer otra cosa. El cansancio y el terror me orillaron a eso. En ese instante sucedió algo mágico. Como si fueran unos animales mansos, nobles y buenos, sus miradas cambiaron de una de odio infernal a una de ternura y alegría. Los perros, que eran de buen tamaño los cuatro se voltearon a ver entre sí y hasta sus ladridos cambiaron el tono. Puedo asegurar como que dijeron: "¡vámonos!". Y aún más, por las miradas que me echaron los cuatro, pienso que hasta se despidieron de mí. Se dieron cuenta que yo no les iba a hacer ningún daño, que era una buena persona.


Sentía la cara color verde. No tenía saliva. Las piernas apenas me sostenían, se iban bamboleando de un lado a otro. Me fui caminando sobre los maizales y a lo lejos vi a unos señores trepados en unos tractores, pero muy a lo lejos. Cuando llegué al punto de reunión con mis amigos corredores, nadie notó mi palidez de muerte. Cuando uno corre muchos kilómetros es normal perder muchos nutrientes y más normal es andar siempre con caras color amarillas o verdes. Sólo me mareé horriblemente después de saludar a todos, se me nubló la vista y al voltear a ver a los mayestáticos monumentos de volcanes que habían visto todo, noté un alivio instantáneo.





Fin
laj


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