domingo, 25 de julio de 2010

Médicos


Es increíble lo que le acaba de pasar a doña Trini, la del seis, esta semana en el hospital de zona de la colonia donde vivimos. Cuenta ya repuestita la vecina que, unos fuertes dolores en el estómago, del lado derecho y en la parte baja, por donde está el hígado, la llevaron a consultar a su doctor. El facultativo le dijo que era cuestión de vida o muerte internarla de inmediato. Doña Trini siguió al pie de la letra las instrucciones del médico y no le dio tiempo siquiera de regresar a su casa. Avisó a sus hijos y esposo y de inmediato la vistieron para operarla de probable cáncer maligno en el estómago, con ramificaciones hacia el hígado. Estaba un poco incómoda porque llevaba tres días sin bañarse y no por sucia, sino que, como es común en esta ciudad, en la colonia donde vivimos falta el vital líquido muy seguido. El galeno la roció con alcohol y después de esperar a que el anestesista hiciera su parte,comenzó con el ritual. Las enfermeras en turno, asistían con una responsabilidad encomiable a su jefe.
Doña Trini despertó en su cuarto, bueno, no. No era propiamente su cuarto, mas bien una gran habitación que compartía con once camas más, con sus respectivas pacientes encima de cada una de ellas. Había mujeres que esperaban dar a luz, dos lo acababan de hacer, una estaba agonizante y tres más por enfermedades disímbolas entre sí: anemia, tifoidea y lupus. Era un mosaico multicolor ese lugar. Sólo había un familiar por cama porque como es hospital del gobierno, no puede estar más de un pariente con el enfermo y se deben estar intercambiando una tarjeta los familiares, expedida por el mismo instituto benefactor para entrar y salir del mismo.


Cuenta doña Trini que al despertar sentía más dolor en el estómago que al ser ingresada a la sala de operaciones. Señora de cuarenta y cinco años, menudita como era, no toleraba esa incesante punzada, ahora ya no en la parte baja de su lado derecho, sino en todo lo que se dice panza. Gemía y lloriqueaba, pero su hijo, Tomás, que era el que tenía el turno y la tarjeta, la animaba y le decía que era normal; que pronto estaría bien. Eran cerca de las once de la mañana, la operación no duró ni dos horas, pero la señora Trinidad se las estaba viendo duras.  Alrededor de la nueve de la noche, las demás residentes en ese lugar de dolor estaban ya hartas de que la señora Trini no respondiera ni a las medicinas ni al paso del tiempo, que se supone cualquiera de los dos ya la hubieran hecho mejorar por ser la hora que era. La mujer que agonizaba, en esos momentos exhaló su último aliento. La enfermeras llegaron como cuarenta minutos después y como quien mete a su perro a la cajuela del auto, estas insensibles damas de blanco, con caras de fastidio, la retiraron de la cama, desconectaron todos los aparatos, la colocaron en una camilla, se la llevaron sabe Dios a dónde y volvieron a tender la cama con otras sábanas. Así, como si fuera cualquier cosa.
Entonces, como no dejaba dormir a las demás con sus ayes de dolor y su llanto cada vez más escandaloso, decidieron llamarle al doctor que la había operado. Le llamaron y de inmediato se regresó al hospital este adalid de las causas difíciles. Lo agarraron adentro de la estación Salto del Agua del metro, ya iba a punto de transbordar con rumbo a su casa en el oriente de la ciudad. Atento y educado, regresó a seguir cumpliendo con su deber.

Al volver a abrir la misma rajada previa, el médico casi se desmaya. Lo que vieron sus ojillos rojizos y rasgados, fue algo digno de comentarse en todos los círculos sociales y en todos los estratos posibles de este México tan nuestro. Una cubeta de plástico de esas de veinte litros iba poco a poco apareciendo, primero una asa de metal redondeada, que, seguramente era la parte del objeto ajeno al cuerpo de esta señora lo que más le molestaba y dolía. Después poco a poco fue saliendo el contundente artículo de limpieza de su estómago. Uno pudiera pensar que fue un error humano y que a cualquiera le pudo pasar, pero lo que de plano el doctor ya no toleró fue que la cubeta aún traía adentro de la misma, ¡la jerga para trapear los pisos con un poco de agua y oliendo mucho a clarasol!


Al averiguar qué pudo haber pasado, todos quedaron convencidos con el acto de contrición de una de las enfermeras que estuvo presente en el lugar de los hechos. Casandra contó su verdad.


-- Estábamos la Julia, Albina y yo tomando cafecito, doctor, después de que usted hubo acabado la operación, cuando vino doña Mary, la del aseo, ya sabe que le gusta andar metiéndose aquí y allá. Por cierto, antes que se me olvide, creo que se le olvidó suturarle bien la herida a la paciente porque doña Mary, ya ve que es bien metichota, se metió al quirófano y ahí andaba jugando con su cubeta de plástico dándole vueltas en su misma mano como si trajera un aro hula-hula, o algo parecido. Sonó la chicharra de emergencias y las tres enfermeras que estábamos aquí salimos corriendo a toda prisa. Doña Mary se quedó solita y ya ve que es bien maldosa, pues no dudamos que ella haya querido comprobar una teoría añeja que ha tenido en mente. Dice que si se han quedado tijeras, bisturís y fórceps dentro de las panzas de algunas desafortunadas mujeres, ¿cuál sería la diferencia que se les quedara atorada una cubeta de plástico? Y así las cosas, doctor, segurito fue ella.


El galeno sólo suspiró por haber encontrado la verdad y suspendió dos días a las tres enfermeras por descuidadas. A doña Mary consiguió que el área de Recursos Humanos le diera un castigo ejemplar. De estar trabajando en todos los pisos, ahora sólo iba a poder estar en el de los recién nacidos, el 3, para que procurara tener más cuidado y atención con su trabajo.


¡Se lo merece!


A doña Trini realmente no le pasaba nada. Sucede que esa mañana había hecho un gran coraje con el señor del camión de la basura, que al dejarle las bolsas y darle los buenos días, el empleado de limpia no le respondió, y al echarle moneditas al botecito que invariablemente traen los camiones de basura para que la gente coopere para el refresco, no le dijo gracias. Entró en un estado de enojo que le provocó esos dolores tan tremendos en el mero hígado. Ya ahí anda como nueva con una rajada en la panza de treinta y siete puntadas. 


Con la extracción de la cubeta, se cierra un capítulo más en nuestro país de lo admirable y resistente que puede ser el cuerpo de las mexicanas.




laj

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