lunes, 20 de septiembre de 2010

La Casona

La vieja casona de la calle del camellón con sus tres niveles siempre ha dominado el panorama de esa esquina donde está la escuela que es a su vez kinder, primaria y secundaria. Un añejo rumor se ha vuelto a esparcir en estos días. Dice la gente de la colonia que en esa casa espantan. En ella vivieron hace muchos años una familia conformada por un padre que era militar, su esposa y dos hijas de rostros bellísimos y de cuerpos envidiables. Tendrían en aquél entonces unos veinte y veintidos años, respectivamente. El frío polar que se siente al pasar por afuera de la casa es de antología. Es muy raro que uno vaya caminando y al pasar frente o a un lado de esta construcción antigua, el cuerpo perciba una estremecedora onda fría que enchina la piel.

El padre fue un general altamente condecorado en su labor en una guerra en el Oriente Medio hace más de veinte años. Su vida entera la ha pasado afuera de su casa sin ver crecer a sus dos hermosas criaturas. Su esposa ha sido la madre mexicana promedio. Descuidada, abnegada, sin cariño por parte del marido y pendiente del desarrollo de sus hijas Fernanda y Alejandra. Estas dos niñas, vivían normalmente, las dos estudiaban la universidad en aquel entonces. El general Enrique era un ser muy rígido porque así lo exigía la naturaleza de su puesto y las ganas de seguir manteniendo a otras dos familias más. Su esposa Graciela entendía que su destino era aguantar lo que el cielo le enviara de sufrimientos, pero siempre junto a su esposo y al padre de sus hijas. Graciela no repelaba, siempre estaba afanándose en hacerle grata la vida a su esposo infiel que llegaba a altas horas de la noche y en las mañanas se bañaba y se salía de la casa sin siquiera despedirse. Las hijas estaban acostumbradas a ser ignoradas por el padre. Ellas estaban en lo suyo. Fernanda, que era la mayor, tenía como novio a un muchacho que estaba a punto de recibirse como médico cirujano, y Ale ya planeaba su boda con su novio, un ingeniero civil con el que llevaba tres años de sana relación. Eran unas chicas normales, a pesar de haber crecido sin casi conocer a su padre.


Dice la gente que tiene más tiempo en los alrededores que una tarde el padre, en un arranque de celos asesinó a sus dos hijas con sus respectivos novios mientras comían junto con su esposa. Una bala para cada yerno frustrado y uno para cada una de sus hijas ilusionadas y envueltas en un manto de sueños truncados en ese momento. La escena fue indescriptible. Horrible, cuentan los policías que pudieron entrar a la vieja casona después del cuádruple crimen.


El general tenía tan buenas relaciones a nivel gubernamental, que una policía local no le iba a impedir seguir viviendo como a él le gustaba. Simplemente fue a presentar su declaración a la delegación y salió como la fresca mañana de ahí, para regresar a su casa. Entonces Graciela ya no encontró razón alguna para seguir tolerando las faltas de respeto y el que su exótico esposo la ignorara soberbiamente. Ella creyó que una vez que se llevaron a los cuerpos al servicio médico forense y su esposo a la delegación, él nunca regresaría. No contaba con las leyes y el personal de justicia que retuerce los caminos por apenas unos pesos.

La señora Graciela quedó muy afectada después de ver cómo impunemente su media naranja había asesinado a sangre fría a sus hijas y a sus prometedores novios. Después de haberles alojado una bala en la cabeza de cada uno, se sirvió un poco de bisteces con queso y un vaso con agua de sabor que estaban en la mesa. Graciela espantada llamó a la policía, pero ahora se daba cuenta que había sido para nada.

La historia citadina cuenta que una mañana , muy temprano, Enrique, el general retirado se estaba bañando disponiéndose para salir a Dios sabe donde, cuando Graciela enloqueció. Fue al garaje y sacó un recipiente de un litro donde su esposo tenía guardada la gasolina. Regó la puerta del baño y recargándose en ella se prendió fuego a manera de que las llamas y el mismo peso de su cuerpo arrinconaran eternamente a ese asesino mano suelta. Los alaridos de la señora se escucharon muy lejos de la casona antigua. Los dos murieron calcinados.

La señorita encargada de mostrar esta casa para poderla vender, dice que percibe algo muy extraño cada que le da un tour a los interesados en esta casa de tristes recuerdos. Generalmente quien se interesa es gente que no es del rumbo. Porque los que vivimos en la zona sabemos que a todas horas se oyen lamentos infrahumanos; discusiones a gritos, sollozos y maldiciones; aunque sabemos que la casa está vacía y nadie vive ahí. Los perros al pasar por fuera, como si vieran al mismísimo demonio, se detienen, pelan los ojos y salen aullando en dirección contraria. No hay persona de la colonia que no sepa que a esta casona se le conoce como la casa embrujada de la zona. 

Pareciera como si la familia de cuatro integrantes aún viviera ahí. A altas horas de la noche, entre las tres y las cinco de la mañana, se escucha el tintineo de copas chocando entre sí, brindando. Y después de unos minutos cuatro balazos espaciados por unos diez segundos entre uno y otro, acompañados de gritos de dolor espeluznantes.


La vendedora parece ser que ya encontró compradores. Es una familia de sólo gente adulta, un señor de unos sesenta años, una señora que debe ser su esposa de unos sesenta también y dos hijas de unos veinte y veintidos años, respectivamente.


El día de la entrega de llaves quise asomarme para ver el momento. Caminan despacio, pareciera que la vida les debiera algo porque ven con rencor a su alrededor, llevan la cabeza gacha, como tristes, como cansados. No debería decirlo, pero esa palidez cadavérica que noto en sus rostros me tiene intranquilo, preocupado.



Fin
laj




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