lunes, 6 de septiembre de 2010

Progresando

No puedo olvidar el día que me quedé sin trabajo.


Mi ira estaba desatada. El disgusto existencial que tenía con la vida y con toda la raza humana, ese día había hecho crisis. Alcanzó su punto máximo cuando, estando en el súper, y casi a un paso de llegar a la caja a pagar mis mercancías colocadas en mi carrito, sin decir agua va, la cajera sacó un cartoncito que decía: "Fuera de Servicio" de uno de sus cajones y con veloz habilidad lo colocó en el espacio dispuesto para colocar la mercancía. Sacó el dinero de cada apartado de su caja y se fue caminando muy derechita de la espalda, desapareciendo entre la multitud de gente, con rumbo a las oficinas del centro comercial que estaban en un piso superior. 



Cuarenta y cinco minutos estuve parado esperando a pagar civilizadamente mis cosas y la fulana ésa realizó ese movimiento que me hizo dejar mi carrito cargado de cosas y salir enojadísimo. No tenía aire ni estómago para reclamar. Ese día en la mañana me habían corrido de mi trabajo después de treinta años. Dicen que se me vio mascando chicle dentro de las oficinas. Lo que se me hizo francamente injusto, pues sí mascaba chicle, pero en la cafetería y aún faltaban dos minutos para las tres de la tarde. Ese debió haber sido Juan Francisco, siempre me ha tenido tirria y no sé yo por qué. Supuse que había sido él porque cuando tomé mis cosas y me empecé a despedir, había una mirada brillante y triunfal en ese par de ojos café rata, que no podía ocultar. Mi salida le dio un gusto enorme. Siempre estaba riñendo conmigo. Me presumía cosas y luego, cuando yo le platicaba algo, creía él que se lo decía para hacerlo sentir menos. Está loco. El debió haber ido con el chisme con la señorita Claudia, de Recursos Humanos. Y ella tan chula. Ya no me pude despedir de ella, pues sólo trabaja medio tiempo y porque los cheques de liquidación los da el cajero, un chaparrito insignificante cuyo nombre nunca se me grabó.


Después de salir del centro comercial sin haber hecho una sola compra, decidí gratificar mi día tan malo con una cena en el restaurante que está saliendo por la puerta sur. Para pedir mesa hice una fila de unos diez minutos. Como nunca falta, una señora de bigotes güeros se metió y no faltó quien reclamó, entre ellos, yo. La pasaron de todas maneras antes, a la incivil aquella y su recua de siete personas. Había mucha gente, ya era de noche, casi las ocho y se notaba que las meseras eran insuficientes para esta tarea de atender tantas mesas. Con los nervios casi deshechos, tomé asiento y me tocó al lado de una mesa donde había tres niñitos de menos de cuatro años, los tres se pegaban, jugueteaban y gritaban a todo pulmón. En la parte de atrás estaba una mesa de adolescentes toma-café que van a ligar a la mesera y se la pasan pidiendo tres horas de puro cafecito de dieciséis pesos. La música ambiental tocaba Abba, luego Phil Collins y alcancé a oir a Rod Stewart antes de levantarme y hacer uno de mis escándalos que a veces son necesarios.


Pedí hablar con el Gerente, pero éste era un individuo que se veía que apenas comenzaba en estas labores del trato con la gente y a trabajar en su vida total. Las mangas del traje le cubrían las manos y la corbata la traía toda chueca. Los pantalones del traje azul marino brilloso, brilloso, tapaban por completo unos zapatos que se adivinaban ya muy gastados a juzgar por el grueso de las tapas que en un descuido se asomaban por debajo del largo pantalón. Su bigote mal afeitado y un olor a sudor del Metro, así como un gallote en la cabeza, me hicieron incomodarme más. Habían pasado ya quince minutos y nada que me servían mi hamburguesa. Al irme a sentar vi que la señorita ya traía mi orden y de inmediato pedí la cuenta. Se tardó otros quince minutos en llevármela. No le hace, la espera ya no fue tan ardua, pues comiendo hamburguesa y bebiendo café me tranquilicé un poco. 


Al revisar mi cuenta vi que me había dado otra, por supuesto más cara. Era la cuenta de la señora de bigotes rubios con siete acompañantes, que estaban ya en la caja, nada tontos pagando una cuenta que era como cuatro veces más barata de lo que debían pagar. Queriendo correr a la caja, una mesa de nueve viejecitos, cada uno con una andadera me impidieron el paso, traté de hacerle ver a la mesera su error y ella lo negó todo. Me advirtió que esa era mi cuenta y que si no quería pagar que lo viera directamente con la policía que estaba en la puerta. Una policía chaparrita, morena, con ojos de espanto y con la mirada perdida cuidaba el local.  No había cómo pasar delante de estos venerables señores que me impidieron evitar agarrar a la güera bigotona y sus secuaces. Esperé. Pensé que si la policía estaba ahí era experta en desentrañar misterios y arreglar conflictos. Antes de pagar pasé con ella y de tirón le expliqué el malentendido que había ocurrido con mi cuenta. Adjetivos más, adjetivos menos, después que acabé mi monólogo le pregunté: "¿Qué me aconseja hacer?". Ella, con esa cara de simio y con una comprensión cero del asunto, se limitó a preguntarme con un hosco sonido, creo que un gruñido proveniente desde lo más profundo de su garganta: "¿Muhhhééé?" 


No pagué la cuenta. Se la sorrajé en la cara y salía  toda prisa de ahí. Ya oía a las patrullas tras de mí y siendo yo más listo crucé por las callecitas para ir a mi casa en vez de andar por las avenidas. Abriendo el zaguán de la puerta principal de mi casa, una mano se posó sobre mi espalda acompañada de una voz que me dijo: "¡No ponga resistencia y acompáñenos al M.P.!"


Después de tres días de estar en los separos, me hicieron pagar la cuenta y al final salí. En esas setenta y dos horas conocí a lo más granado del hampa de la zona. El Chino, sujeto que vende artículos de dudosa procedencia en las calles de la colonia; El Sapo, un chavo todo idiota, que a cada rato lo refunden por andar manoseando mujeres y hombres en los microbuses; El Hierbas, cruel comerciante de droga en pequeño, consigue de toda clase, tamaño, tipo y origen; y El Neto, recio hombre de negocios con tratos entre las policías de todo tipo y clase en el país y allende las fronteras.



Adentro me hice de contactos muy interesantes. Ya basta de andar dejando currículas aquí y allá para que luego ni me hablen. Ahora he empezado a vislumbrar un negocio que va a cambiar mi vida y la de los míos. El progreso está a tiro de piedra.



Fin
laj



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