lunes, 7 de junio de 2010

Platero y Yo

Parte de una formación escolar en escuela de gobierno; de ejemplos vistos en otras personas; por una jugosa curiosidad por conocer lugares y gente de todo tipo, me presenté al casting de un programa de concursos que aparece regularmente en televisión. Dos semanas antes había ido al mismo foro a participar como público junto con mi hermano. Ese día nos tuvieron como seis horas ahí, grabaron tres programas y nos hicieron gritar y aplaudir como monos sin derecho a cacahuates.
Sentía pena por mí. He hecho cosas absurdas, vergonzantes y raras. Pero no podía evitar padecer esa incómoda sensación de calor y sudor por todo mi cuerpo. El día del casting había mucha gente que iba a lo mismo que nosotros. Muchos de ellos destilaban una confianza inmensa que rayaba en la soberbia. Procuraba olvidarme de la tensión platicando con mi hermano, que parecía niño en el circo. Quedó impresionado con cuanta planta vio encima de unas macetas que adornaban los pasillos antes de llegar al set de grabación, en este caso, de casting. Las torres de luz, los equipos de producción, los foros lo volvieron loco. Cuando veía pasar actores o actrices y llegaba a reconocer a alguno de ellos, saltaba y aplaudía moviendo la cabeza por aquí y por allá. Inmediatamente después su cara se transformaba en algo raro. De la misma emoción de ver tantas cosas nuevas, se cruzaba de brazos, movía la cabeza, ahora pendularmente, metiendo y sacando la lengua. Se veía extraño. 



Después de formarnos dos horas afuera de donde nos iban a hacer el casting, nos hicieron pasar. Nos esculcaron y nos registramos. Siempre es un poco difícil para mí no salir de mi casa sin un peine en la bolsa izquierda del pantalón. El policía que me tocó me pidió que vaciara el contenido de mis bolsas de los pantalones. Sin pensarlo y guardando el aplomo, le enseñé lo que ahí traía. Unas monedas, un cortauñas y un sacapuntas. En la otra, mi querido peine para peinar mi cabello, poco, pero rebelde; unas llaves y mi cartera. Me vio como con indulgencia, sonrió y me dejó pasar. "¡Poli payaso!", pensé. Si lo revisaran a él seguramente traería una cuchara de peltre, un rollito de papel higiénico y una lata de atún.



Llenamos unos formatos y enseñamos la contraseña que previamente nos habían pedido. ¡Listo! Me recreaba ver tanta gente que confiaba tanto en sus conocimientos y que con la ceja alzada estaban a punto de hacernos un examen escrito para comprobar nuestra sabiduría. Nos metieron a un salón como para unas cien personas. Una señora bajita, de lentes con una bolsa al hombro como de peluche, platicaba animosamente con un joven de unos veinte años, y le enumeraba todos sus logros escolares: licenciaturas, 2. Posgrados, maestrías, diplomados, seis doctorados. "¡Qué envidia!", pensé. "¡Cómo no soy ella!", me susurró mi hermano, preocupado. Tragué saliva y respiré hondo. Por allá, lejos de nosotros se escuchaba la poderosa voz de un hombre maduro, alto, calvo, de casi de dos metros de estatura, con el brazo derecho extendido y con el otro abrazando con ternura dos libros voluminosos. Parecía profesor de alguna universidad, de esas de las buenas.-- Va a ser fácil para mí. Toda mi vida la he dedicado al estudio, a la inverstigación, a la enseñanza. He sido un erudito de tiempo completo-- dijo. Las tres señoras que lo escuchaban tenían la boca abierta y los ojos como extraviados. El sonreía, dichoso. Mi hermano se acercó a mí y con el rostro perlado por el sudor, musitó: "¿Y si mejor nos vamos?". Yo tenía unas inmensas ganas de vomitar de la intimidación que ya habían logrado provocarme los demás participantes. Aún así, levanté su carita que veía hacia el suelo y sus hombros que también los tenía caídos y lo miré firmemente para que no se dejara vencer antes de tiempo. Nos acomodaron en un pupitre a cada uno y el terror iba crece y crece. Mi hermano, en su lugar, estrujó sus manos, bajó la cabeza y rezó. Ya no dijo nada. Me pasé el dorso de la mano derecha por mi frente, para quitar el interminable sudor que no cedía ni un segundo.



Una vez que nos dieron el examen cada quien estaba en lo suyo. Empezamos. ¡Bang! ¡Zas! ¡Pum! ¡Chin! Y todo en un ratito, acabó. ¡Qué rabia! De las diez preguntas que venían en la prueba, ya una vez que salimos y buscamos y comprobamos las respuestas por celular, tuve tres buenas. ¡Tres! Mi hermano una buena más. ¡Chispas! Como era de esperarse nos dieron las gracias y el señor que estaba a cargo nos pidió encarecidamente que estudiáramos y leyéramos más.
¡Adiós a casi todos! Mi decepción y enojo no pudo ser más grande ya que un estúpido dolor en el pecho hizo que derramara lágrimas de dolor, de impotencia, de rabia... de burro. Ahí íbamos caminando  hacia la salida como borregos sin pastor. Todos viendo al suelo. Mi carnal lloró como nunca lo había visto llorar. Como lloran los hombres. Entre sollozo y sollozo escupía al piso. Lo hacía de rabia. Se veía y se escuchaba en ese llanto, ese querer ser y no lograrlo. Mientras tanto yo me metí al w.c. a sonarme la nariz y a limpiarme los ojos. Al salir seguía llorando. Lo abracé y le dije que pronto pasaría, que no se preocupara, que ese dinero que daban de premio a los ganadores del concurso algún día lo juntaríamos entre los dos trabajando doscientos años sin parar, noche y día. Caminamos hacia afuera de la empresa televisiva y anduvimos hasta que nos perdimos el uno al otro. Desde ese día no nos vemos. No sé nada de él.
El señor calvo, la chaparrita y más de cien personas salimos por la puerta grande y cada quien se fue a llorar su derrota a su casa. Se quedaron siete indivisuos, cuatro mujeres y tres hombres que contestaron todo bien.
Fue un espectacular golpe al orgullo, al ego. 




Por burros no nos quedamos., En los anales de la historia, ese día ha quedado marcado como el día de "Platero y Yo".



laj






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