miércoles, 16 de junio de 2010

Tecnología a Nivel de Cancha

   Apurado estaba arreglando el tinaco que surtía mi casa, cuando en plena azotea se encontraron dos comadritas y se pusieron a platicar abiertamente enfrente de mí sin haber notado que estaba agazapado detrás del redondo artefacto de asbesto que en ese momento estaba reparando.

-- ¡Comadre! Desde el otro dia quería verla, pero no se me había hecho hasta hoy. ¿Por qué dice que consiento mucho a mi hijo? Ya me enteré que anda diciendo en todo el barrio eso.

    La aludida creyó que le iba a pegar la doñita, que un poco airada le hacía esa pregunta a boca de jarro. Viéndola fijamente y tomando fuerzas de su interior le respondió.


-- Pues, porque todavía le da leche materna.

-- ¿Y eso a usted qué jijos...?

-- Nada, comadre. Es que sé que Robertito acaba de cumplir treinta y cinco años. Quizás por ese consentimiento y tanta ternura con la que lo trata nada que se casa.

.. ¡Ejem! Bueno, sí. Debo confesarle que para mí no es muy agradable darle su biberón de piel cuando me lo pide. El otro día estábamos en el banco y le dio una sed tremenda. Dice su cardiólogo que en el mismo momento que pide su lechita, yo debo obedecer, estemos donde estemos. La gente se nos quedaba viendo como juzgándonos. Pero a mí eso no me importa. Me interesa que mi Betito esté bien nutrido y tenga su corazón fuerte. Aunque a veces me hace cosquillitas con su bigote y barba. Una vez, en plena iglesia, un dolor en el estómago de mi hijo precedió a la consabida solicitud de su ración láctea. Nomás se me quedaba viendo con su mirada de dolor y me enteraba que necesitaba eliminar las agruras que sentía por fumar o beber en exceso y me decía: "¡Mamá, necesito mi leche!". Yo, sin chistar, me levanté la blusa y ...¡sobres!
Mi Betito se pegaba como becerro hambriento y se veía tiernísimo cómo se arremolinaba como si fuera un bebé cachetón.


   A la comadre chismosa  le brillaban los ojitos al saberse poseedora de tan vasta información. Las aletas de la nariz ganchuda le temblaban y ya le andaba por ir a contar a todo el mundo las confesiones que acababa de escuchar. Aunque el barrio estaba enterado de esto, ella creyó que pronto se granjearía la amistad de la gente que no la conocía o de la que no le hablaba. Era una cucharada de vigor para su alicaída autoestima.


    La madre lechosa continuó.


-- Mi Betito sólo ha tenido dos novias, y una de ellas fue Garcilaza, la muchacha que tuvimos hace unos años en la casa. La muy malcriada le destrozó su corazón, engañándolo con un muchachito que era electricista y le ayudaba a don Cuco, el peluquero de la cuadra. La otra no sé quien fue. Es hijo único y sólo me tiene a mí en la vida, desde que su padre me abandonó justo al nacer. ¡No puedo dejarlo a la deriva!

-- Creo que le sentaría bien que conociera a otras mujeres. Mi sobrino Jaime trabaja en un bar donde me platica que hay chicas que bailan y se desnudan. ¿Quiere que le diga que lo lleve algún día?


    Estremecida, la madre cayó fulminada por un infarto mortal por necesidad. 

    Estando yo de testigo atrás del tinaco descompuesto, y habiendo grabado con mi teléfono celular toda la conversación y el deceso de doña leches, de inmediato bajé por el otro lado de la azotea y me metí a un café internet a subir el video a la red de redes. 


    La comadre hizo llamar a la ambulancia, explicó lo sucedido y se hizo cargo de los penosos trámites para despedir a la mamá de Betito. Este, destrozado, pidió asilo con la vecina con la que platicaba su mami antes de sufrir la muerte inesperada. A ella no le desagradó la idea, pues sus hijos tenían muchos años que se habían casado y todos vivían en Estados Unidos y su marido tenía cuatro años de muerto. 
    Luego paso por el Betito para ir a jugar billar o a tomar unas caguamas en la banqueta. De la venta de su casa y de su nuevo estatus no le gusta platicar. Tampoco sabe que la historia de su vida está en Internet.


    Ahora, en nuestra vecindad, Betito, el bebé crecido, ve televisión todo el día, no trabaja y se la pasa tomando calostro y algo de jocoque que aún le salen de las chichitas a esta septuagenaria de buen carácter.



laj

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