lunes, 21 de junio de 2010

"...Es que Aquí Antes Era Panteón..."

Una buena tarde-noche de verano de hace algunos años mi papá llegó con ganas de cenar pozole y nos invitó a mis hermanos y a mi mamá a cenar con su compadre, Felipe. Su esposa, Ceci, hacía el pozole más exquisito y chupa-dedos que he probado hasta hoy en mi vida. Mis dos hermanas ya estaban listas, Daniel, el menor, se lavó su carita y mi mamá supervisaba con rigor las actividades, declarándonos listos en menos de media hora. Mi papá guiaba el auto hacia donde el vehículo casi casi llegaba solo: la casa de su compadre.


Vivían en la colonia San Rafael, en la calle de Ignacio M. Altamirano no sé qué número --que hoy en día ya son edificios de condominios-- y era una vecindad con un patio amplísimo. Después de traspasar el portón de madera vieja que separaba la calle de el interior, teníamos que caminar unos veinte metros para llegar a la casa de nuestros anfitriones que ya nos esperaban con gusto. Sus hijos eran tres y eran contemporáneos nuestros. Buki, el mayor tendría trece, como yo. Quico, el de enmedio y que lucía una cara cachetona y una gordura simpática, era de la edad de Tita, mi hermana menor por dos años. Y Ocho, que tenía como siete años, justo como Dany, mi hermano. Debo confesar que nunca me aprendí sus verdaderos nombres. Como así les decían sus papás, así les llamé el tiempo que nos conocimos.



Era obligado jugar una cascarita de fut en el patio antes de que las viandas fueran servidas a la mesa.


Recuerdo que Buki, Quico y Ocho, nos platicaban una nueva cada que íbamos a su casa. Eran una chulada de niños, por lo que siempre creí que nunca inventaron nada. Y por lo que nos tocó ver después, confirmó mi sentir. 


En la cocina, se escuchaba un ruido atronador de cómo se caían los trastes, cuando acudían a toda velocidad a ver qué había pasado, se daban cuenta que siempre era una falsa alarma. Un perro lanudo que tenían en el segundo piso y que cada que me veía se ponía todo loco y se me echaba, también decían que en las noches el perro se despertaba y empezaba a corretear a alguien, pero al despertarse ellos, no alcanzaban a ver a nadie ni a nada. Nosotros les preguntábamos azorados si no tenían miedo, si les gustaba vivir así. Los tres se sonreían y nos platicaban que ya estaban acostumbrados y que no les causaba nada, ni molestia, ni temor, ni nada. Convivían con ecuanimidad cada quien en su plano existencial. Esa misma noche nos aseguraban los tres hermanos que en las noches se veían platillos voladores desde el cuarto del piso superior de su casa. Esa noche subimos y el malvado perro no me dejó en paz, por lo que tuve que bajarme antes que mis hermanos sin ver los dichosos platillos. Con los ojos muy abiertos, Tita y Dany, mis hermanos menores, bajaron diciendo que sí habían visto unos platos luminosos dando vueltas en la oscuridad del cielo citadino.


Me negaba a creer que algo así era capaz de pasar. Para darme mi importancia me hacía el escéptico, pero lo que platicaba mi papá sí era para erizar la piel del más pintado. Decía mi papá que él se llegaba a quedar dormido en el sofá de la sala de la casa de su compadre, Felipe, cuando la velada había estado muy recia y el brandy no le dejaba manejar bien. Antes de amanecer--mi papá siempre fue muy madrugador--, se preparaba para ver lo que siempre veía: un hombre elegantemente trajeado, con un sombrero de esos que se usaban en las películas de Joaquín Párdave y agarrando un portafolios con su otra mano bajaba las escaleras parsimoniosamente, con seriedad y le daba vuelta a la perilla de la casa y salía como para irse a trabajar. Sin voltear a ver a mi papá, el señor salía y atravesaba el patio difuminándose su figura en ese mismo sitio. "¡Es aterrador!", nos contaba en aquél entonces. Claro que los compadres y los hijos sabían todo lo que ocurría en su casa y ya estaban tan acostumbrados a eso que se les hacía muy normal. 


Mi mamá salió al patio a gritarnos que ya nos metiéramos para cenar. ¡Rico! Ahí íbamos de regreso Buki, Quico, Ocho, Tita, Dany y yo. Al entrar a la casa le pedí permiso a la señora Ceci que me dejara entrar al baño que tenían en la azotehuela que se anexaba a la cocina, tratando de evitar al perro cochino, del piso de arriba, que daba una guerra sin cuartel. Cada que me veía me buscaba bronca.


El baño estaba al lado de una pequeña placita donde había tendederos y el lavadero de ropa. Era un lugar oscuro, aparte de que no había luz, de un metro y medio de frente por unos cuatro de fondo. A tientas tuve que descubrir la taza. En esos momentos cambié mi decisión, en vez del uno haría del dos. Ahí estaba  en la soledad de mi vida y haciéndole caso a la naturaleza, cuando un gruñido o un suspiro tras mi oreja, no sé qué fue, me hicieron sentir un escalofrío tan inolvidable, que nomás me subí los chones con todo y pantalón y ya ni por equivocación tomé algunas medidas de higiene. Salí lívido a la cocina y nomás me ejuagué las manos. La señora Ceci me vio y se rió. "¡Ay, hijo! Tú perdonarás, es que ¡cómo dan lata estos canijos!". Y diciendo esto me dijo que me sentara, que ya iba a servir la delicia que fabricaban sus manitas.

En la mesa ya estaban devorando el caldo de los dioses, mi papá, mamá y hermanas. Dany no porque no le gustaba y estaba viendo la televisión con el más pequeños de los tres hermanos. Ocho.


La señora Ceci se sentó y casi estábamos todos por acabar, cuando de la nada, lo juro, de la nada, una botella de cristal de Coca familiar, dio un saltito coqueto y comenzó a dar vueltas sobre su propio eje, con una inclinación que ni agarrándola uno con su mano lo podría haber hecho. Estaba casi acostada y la velocidad que llegó a alcanzar fue inaudita. Todos nos quedamos boquiabiertos. En paz. Sin movernos. Volteé a ver a Buki y a Quico y estaban como divertidos. En eso la señora Ceci se enojó con los invitados y les empezó a gritar cosas como las siguientes: "¡Con una chingada, cabrones! ¿No pueden respetar? ¡¿Tenemos visitas!? ¡Hijos de la chingada, ya cálmense!". Textual. La botella de un sopetón se detuvo en un solo movimiento. Todos esperábamos que si se iba a detener lo hiciera de a poquito, pero no. Fue de un jalón. Obviamente nadie estaba agarrando esa botella. Eli, mi hermana mayor, sólo palideció y con la mirada le decía a mi mamá "¡Vámonos de aquí!".


El señor Felipe y la señora Ceci estaban muy apenados con nosotros porque sabían que esa era la última vez que nos atreveríamos a pisar su casa. Y así fue. No fue exactamente por esta causa. La vida les tenía deparada una racha dolorosa de decesos y sufrimiento.



Recuerdo que tierna, como era, doña Ceci nos decía como una niña traviesa: "¡es que aquí antes era panteón!".


laj

No hay comentarios:

Publicar un comentario