jueves, 25 de marzo de 2010

Codicia Pañoletera

Hace muchos años estaba en clase de inglés a las que religiosamente asistía a la Zona Rosa todos los días de siete a ocho de la mañana.Tendría unos 16 años.Mi mamá me había encargado cambiar un cheque de $150.00, que en este momento sería como traer $1,200.00. Más o menos. 
Una vez que salí de mi clase, pasé al banco a cambiar el cheque. Ahí iba yo, avispado y en estado de alerta como he sido siempre, encaminándome al metro Insurgentes para regresar a casa. Bajando las escaleras donde se encuentra la glorieta, un individuo joven, de unos 25 años se puso enfrente de mí, casi le piso los talones y por necesidad tuve que frenar el paso. Se metió la mano a la bolsa y salió un puñado de billetes de verdad, envueltos en una pañoleta roja con cocolitos como figuras estampadas. Yo los vi. Como por obra del cielo los dejó caer al suelo, justo frente a mis azorados ojos. Mi buena educación me hizo pensar en qué iban a comer en su casa si ese dinero lo hubiera dejado ahí, solito, abandonado. Al decidir en menos de dos segundos qué hacer, me agaché a recoger esos billetes hechos rollo. Cuando extendí mi mano derecha y casi los tomaba del suelo, una mano oscura, morena quizás, apareció inesperadamente, levantando el trapo rojo del suelo, con los billetes adentro. Era un individuo de la misma edad que el otro y de inmediato me vio a los ojos con brillo cómplice y me dijo: --¡sígueme y nos lo repartimos! Yo, un ser en la adolescencia, con muchas dudas sobre la existencia y pensando siempre en todo menos en lo que debería estar, le dije animado: "¡oralé, vamos!". El otro chaval se fue caminando aprisa, tomando el rumbo de meterse al metro.


El tiempo es buen maestro y ahora que recuerdo este episodio de mi vida me río de lo que pasó. En ese momento fue otra cosa, pero ahora ya me puedo reír a mandíbula batiente.

Caminamos apresuradamente a la salida del lado de avenida Chapultepec con dirección al aeropuerto de la ciudad. Hay todavía hasta las fecha unas jardineras y el lugar es solitario. En ese momento que mi compadre iba a abrir la pañoleta que llevaba en su mano llena de papel moneda, salió de entre la nada el guey anterior preguntando desesperado: -- ¿Oigan, no vieron una pañoleta que se me cayó? Llevaba dinero. ¡Zas! Me espanté y volteé a ver a mi nuevo amigo hampón y él, hábil como el que más, me dijo: -- ¡No, nosotros no vimos nada!, ¿verdad? Diciendo esto, le dio la espalda al otro haciendo frente a mí miles de nudos a la pañoleta en cuestión. Me volvió a decir que estuviera tranquilo, que ahorita nos deshacíamos de él. Yo ya me sentía como orinado del miedo y encerrado en mi propia mentira y avidez por el dinero. Me dio el bulto anudado y me dijo que me lo pusiera atrás de la espalda. Después vino el tiro mortal. "Mira, para que veas que nosotros no traemos nada, muéstrale lo que traes en la bolsa ya para que se vaya". Inocente como conejito, saqué los dineros que había cobrado. Era el dinero para que mis hermanos menores y yo comiéramos durante una semana. Mi mamá esperaba esa cantidad para hacer el súper, y cubrir deficiencias alimentarias y de vestir que teníamos en casa. El muy cabrón me lo quitó y me guiñó el ojo. Dale el dinero ya para que se vaya y vea que nosotros no tuvimos qué ver. Y así como dijo, así agarró mi dinero, se lo pasó al otro, quien no quitaba su cara de aflicción y se lo puso en su mano. Yo seguía agarrando la bolsa con dos mil nudos detrás de mi espalda y tratando de entender lo que estaba pasando. "Bueno", dijo el agraviado, es algo de lo mucho que traía, pero de algo servirá y se fue. Mi cómplice y amigo lo siguió y me dijo con esa mirada de lince y de agilidad mental que tienen ciertos cacos avanzados, -- no te vayas a ir, ahorita regreso y nos dividimos esa lanota, carnal. Bueno, eso ya sonaba diferente. Podía superar que se hubiera llevado el otro chavo mi dinero, pero ya que dividiéramos el jugoso botín se me hacía un trato justo. Todos ganamos. Invierto poco, gano mucho. ¡¡¡Yeeeiii!!!

Se fueron caminando hacia la calle de Puebla y ahí esperé un poco a que regresara. Y esperé. Y seguí esperando. Mi tragedia se convirtió en comedia cuando ¡todavía pensaba que el infame ojete que me acababa de robar iba a regresar! No esperando más de quince minutos, decidí hacer lo que hace un agente de inteligencia: echar a correr a toda velocidad de ahí. En ese entonces tenía una condición envidiable y lo hice: apreté la pañoleta contra mi pecho y salí hecho un tren bala de ahí. Llegué a Cuauhtémoc y volteé. Nada. La gente caminaba aquí y allá. Todos en lo suyo. Seguí. Decidí no irme por avenida Chapultepec ni por doctor Río de la Loza porque iba a ser más fácil que me descubrieran. Una extraña mezcla de emoción y de culpa corrían junto a mí. Me fui por la biblioteca de Balderas. Después el eje Central. Volví mi mirada y nadie que se pareciera a este par de ladrones habilidosos. Tragaba saliva y la boca reseca me acompañaron hasta casa. Me detuve dos veces y sólo fueron para esperar a que cambiara el color de dos semáforos. ¡Uf! Ya iba en el andador que da a mi casa y seguía volteando. Aún le di dos vueltas caminando al edificio donde vivía entonces, antes de decidirme entrar. Una vez que me metí a casa, cerré cortinas, puertas y me quedé unos veinte minutos debajo de mi cama acariciando mi preciado tesoro. De la nada -- pensaba --, ese iba a ser mi día. Una fuerte ganancia. La ley del mínimo esfuerzo. ¡A huevo!
Cuando me repuse fui por unas tijeras y comencé la esforzada labor de abrir ese trapo rojo lleno de felicidad, diversión y alegría, pensaba mi mentecita babosa de adolescente. Luego de un rato el trapo cedió y mi codicia fue castigada y mi torpeza para hacer amistades, también. Tiras y tiras y tiras de papel periódico adornaban la mugrosa pañoleta. 



laj



 















 

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