jueves, 11 de marzo de 2010

Padre & Hijo

Conocemos en la familia un lugar donde venden la barbacoa más rica que haya comido en mi vida. Un domingo temprano estábamos todos reunidos deleitándonos con tan agradable y rico manjar. El abuelo y las tías estaban felices. El consomé con garbanzos y verdura eran dignos de aplauso. Los tacos dorados tenían fama de ser los más ricos no de la zona, sino del país. Los tacos suaves y las órdenes de cebollitas de Cambray, los aguacates y la verdura, eran de primera. La fama del lugar es bien conocida en todo México. Hay siempre gente de toda la República. El sabor y sazón de la carne atrae a los comensales como miel a las abejas.
En un descuido de la familia me escabullí al baño. Ese día había abusado de la riquísima barbacoa. Si bien me acuerdo, me comí dieciocho tacos, uno tras otro, casi sin repirar. Y eso sí, seis cervezas seguiditas. 

Estando en la soledad de mi ser, meditando mis excesos, sucedió algo inenarrable, fantástico, inaudito.

Pujaba y sudaba alternadamente. El esfuerzo  era superior a cualquier otro de los que yo me acordara. Mis manos estaban perladas de agua. Mis ojos se llenaron de lágrimas y un hilo de sangre escapaba constante de mi fosa nasal derecha. Era un episodio de mi vida asqueroso, sí, pero también revelador. Exótico.

La fuerza desmedida de mi estómago y cuerpo entero, me hiicieron voltear a ver qué era lo qué realmente pasaba. No era sólo ir al baño y ya. No. Algo más sucedía. Algo que nunca me había pasado. Y así fue.
Con más sorpresa que susto ¡vi cómo poco a poco se asomó una cabecita de algo de mi cuerpo! Era un animalito, pude observarlo que salía de mi, despacito, con ese cariño y amor que sólo un padre puede dar. ¡Plop! ¡Glub! Cayó al agua y rápido saqué un cortauñas de la bolsa de mi pantalón para cortarle el cordón umbilical que guardé con ternura entre mis ropas. Lo contemplé tan bello como era. Un pequeño cervatillo. Venadito, pues. Al rescatarlo del agua y cargarlo entre mis brazos, me comenzó a lamer la mano izquierda, con un amor tal, que mis lágrimas rodaron interminablemente. ¡Ah! ¡Acababa de ser papá! 

Después de declararnos amor eterno, mi hijo y yo, salimos de los sanitarios a enterar a la familia de este nuevo suceso. Aplausos, abrazos, lágrimas y felicidad. Esto fue la constante durante todo ese día de amena reunión familiar. ¡Nada como los hijos para hacer de uno un mejor ser humano!

Por cierto, ese día fuimos por el sacerdote a la iglesia y bautizamos a este nuevo ser con el nombre de Bimbi.



laj

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