viernes, 20 de agosto de 2010

Risueño

Siendo rey Felipe II en España, en México en la época de la Colonia existieron Tribunales Eclesiásticos establecidos para inquirir y castigar los delitos contra la fe. Antes de llevar a cabo sus acciones de castigo, se le daba un "tiempo de gracia" al acusado, que era el periodo de un mes. Se efectuaban predicaciones para efectuar autodenuncias, tras las cuales el autodenunciado y por lo tanto, arrepentido, era perdonado. En caso que el acusado no se arrepintiera de su grave falta de fe, se le iniciaba un proceso, condenando a los que no se arrepentían y a los llamados "relapos" (reincidentes de herejía) a diversas penas, entre ellas estaba la máxima que era morir quemado en la hoguera. Se buscaba la confesión del acusado, para lo que la Santa Inquisición creo el método de la tortura.


Como conocemos, había diversas clases de torturas para que la gente dijera que sí, que había tenido pensamientos impuros, o que se habían acostado con alguien que no fuera su respectivo cónyuge o que se habían robado algo, o lo que es peor:  que hubieran renegado de la fe teniendo otra religión u otro ser a quien adorar que no fuera Dios. Suciedad personal, también. Si practicaban adivinación, brujería o superchería, también. Aberraciones sexuales y cosas no establecidas en la Biblia eran consideradas dignas de castigo. Animalismo, igual.


 Todos se vigilaban entre sí y ay de aquél habitante de la ciudad que lo encontraran en alguna de las faltas anteriores porque de inmediato corrían a avisarle al Santo Oficio conformado por sacerdotes ordenados para guardar la fe y pugnar por la salvación de las almas de sus fieles. 
Entre las actividades de tortura estaba: las cosquillas directas a las plantas de los pies descalzos de los acusados con la pluma de una pichón peregrino, muchos ya no llegaban al juicio porque morían irremisiblemente de la risa. 

Una muy cruel era hacerles la clásica "bolita"; entre diez a doce sacerdotes se arremangaban la sotana y al sospechoso de haber atentado contra las buenas costumbres eclesiásticas lo colocaban en la esquina de un calabozo y cada padre se le echaba encima con saña. Cuentan historias que aún se conservan en libros antiguos, que generalmente la víctima de esta cruel tortura acababa confesando su pecado. 


El potro de castigo, era algo sumamente doloroso. A quien estuviera señalado lo acostaban en un potro de salto, como el que se utiliza en la gimnasia y lo extendían boca abajo, teniendo cuidado de amarrarle bien las muñecas y los tobillos a dos postes que se hallaban uno delante y otro detrás del aparato. Estas cuerdas que sostenían al infeliz que padecía este trago amargo, a su vez lo jalaba una polea estirando al máximo su cuerpo y, o confesaban o se morían con las vísceras, pulmones y vértebras reventados. 



Los garrotazos era de lo más efectivo. Había quien aguantaba hasta treinta y cinco golpes en la cabeza antes de decidir decir su falta. Los que no, se desvanecían muertos frente a la gente que no se perdía estos perversos espectáculos.



La ley fuga con piedras de gran tamaño era otra bestialidad de estos animales atrasados.
Una era matarlos de aburrimiento enviándolos a un convento en completo estado de aislamiento. No veían a nadie y se la pasaban todo el día dentro de una pieza que sólo contaba con un catre y un cubo de madera para ir por agua al río sólo una vez por día; adentro de un gran castillo enclavado en las montañas.
Los colgaban del cuello como si los fueran a ahorcar y cuando la cabeza se empezaba a separar del cuello los soltaban. Así una y mil veces hasta que pasara  lo que tenía que pasar.
Los agarraban de los pulgares y justo a la mitad del dedo de cada mano los trepaban a un árbol esperando  resultados favorables. Claro, si antes no se separaban los dedos y los castigados no se desangraban.



 Con el paso del tiempo, estos desalmados de la Inquisición fueron creando instrumentos ya no de tortura, sino de tortura y muerte. Hablando de éstos últimos, crearon un sarcófago tipo egipcio, en el que al infeliz que se sospechaba de él o ella, los metían de pie, con los brazos pegados al cuerpo y extendidos y desde abajo hasta arriba y por dentro, tenía unos picos de acero tan puntiagudos que al cerrar el sarcófago, los treinta picos que tenía de cada lado, se clavaban en la piel del desdichado que se encontrara adentro y le reventaba todo el cuerpo en un instante. Guillotina, jaulas de tortura, silla de clavos, aplanacerebros, emparedados por paredes, cinturón de castidad para él y para ella, fueron algunas de las lindezas que cvrearon estos hijos de Satán.



Cuando ella o él confesaban alguna falta, cada miembro del tribunal platicaba a solas con el acusado., se les obligaba a usar el Sambenito, ese capotillo que llevaba gorra y los cubría durante unos quince días, mientras se les pasaban las ganas por seguir delinquiendo en contra de la iglesia Católica. Así, la demás gente los reconocía como pecadores que estaban tratando de ser salvados de las garras del mal. Si era dama y joven, generalmente les pedían favores de la carne. ¡Todo está documentado! Si eran hombres, les pedían que se portaran bien y los obligaban a dar una cantidad de limosnas o tierras o propiedades de por vida, a estos padrecitos abusivos. Ellos sí juzgaban y aplicaban la sanción que mejor les parecía, pero, ¿ y a ellos quién o quiénes los juzgaba y castigaba? Nadie.



Eran tan exagerados estos señores de la Santa Inquisición que un día se llevaron a un señor que se estaba sacando un moco abajo de un poste. Después en el juicio dirían que no fue el hecho de escarbarse la nariz, sino el placer gozoso que reflejaba el rostro de este individuo que murió ahogado en un tonel de agua, al practicarle varias inmersiones tomándole de los cabellos y obligándolo a tragar agua y a respirar casi nada. Sus pulmones reventaron.


 La gente al ser gente siempre estaba tentada por las debilidades propias del ser humano. Los siete pecados capitales y más se asomaban a diario y sólo hacía falta un chismoso para que se llevaran a alguien a ser torturado. Agarraban parejo tanto con hombres como con mujeres.


Todos los señalados esperaban siempre evitar morir quemados en leña verde, que era la pena máxima que decidía el supremo Tribunal, cuando veían y reconocían que el mal provocado había sido exageradamente mayor. Aunque no siempre era así. Dependía mucho de qué humor hubieran amanecido los padrecitos. Cuentan los libros que una vez quemaron a una señora acusándola de bruja porque una vecina la vio haciendo monitos tipo vudú y les clavaba agujas. La señora se espantó tanto que nunca pudo explicar a estos venerables señores de la Santa Inquisición, que eran sus trapos que hacía para ejercitar sus manos porque padecía artritis. La quemaron ahí donde ahora es el Zócalo de la Ciudad de México. Un domingo a las doce del día para que nadie se quedara sin asistir.


La Santa Inquisición dejó de hacer tanta infame actividad cuando un domingo en la tarde, degollaron a un campesino que lo encontraron alzándole la falda a una señora que no era su esposa y, lo que los obligó a declarar la muerte inmediata fue esa cara, siempre la cara, de placer que puso después de ver hacia adentro de lo más íntimo de esta señora que, por cierto, dice la historia, nunca se quejó. 


Al campesino le dio un ataque de risa justo cuando lo conducían a colocarse para que le separaran la cabeza con una pala muy afilada. No mostraba resentimiento, menos arrepentimiento y sí mucha diversión. Se veía que la estaba pasando bien. El verdugo muy en lo suyo. En la parte de atrás de donde se encontraban el condenado y el encargado de darle muerte, estaba una mesa con doce sacerdotes frotándose las manos para ver sangre. Sus ojos estaban desorbitados, esperando que la cabeza se desprendiera del cuerpo. Pero empezaron a ponerse incómodos cuando la risa del condenado los comenzaba a contagiar. Apuraron la orden para que el verdugo diera el lancetazo mortal y lo hizo. ¡Crock! El golpazo fue certero y rápido. Se vio que no sufrió el pobre campesino. Pero, siempre hay un pero en la historia de cualquier país. Su cabeza rodó unos seis metros y nunca cerró los ojos. De hecho, seguía riéndose más aún de que todavía su cabeza estuviera unida a su cuerpo. ¡Su cuerpo se convulsionó y se puso de pie! ¡Comenzó a bailar con una gracia que la gente que se congregó a este espectáculo ya estaba agarrando el ritmo y querían bailar al son del cuerpo sin cabeza! La cabeza, a la distancia, seguía los contoneos de su cuerpo ¡y se reía de sí mismo! Más de uno de los sacerdotes del Tribunal Supremos de esta infamia llamada Santa Inquisición, pidieron ser relevados y algunos más salieron a España de inmediato, olvidándose de sus fieles seguidores y de salvar almas por medio del castigo inhumano.


Ese día se puede buscar en la Historia de México y en los archivos nacionales como la Tarde del Risueño. La cabeza de este campesino se dejó de reír hasta el otro día. El cuerpo sólo bailó dos horas más después de que los padrecitos salieron vomitando y huyendo hacia su patria.



Durante dos semanas sólo se habló de esa tarde, de la cabeza risueña y del cuerpo bailarín.





Fin
laj



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