miércoles, 5 de mayo de 2010

Mitología Ardilla

En este lado de la ciudad donde vivo existe una leyenda prehispánica que es muy rara. 

Recuerdo que mi abuelito contaba a toda la familia, después de cenar, que en el pasado muy lejano, existían manadas de ardillas que convivían con los aztecas y demás fauna que en aquellos tiempos existía. Los aztecas es bien sabido, eran una raza guerrera por tradición. Se cuenta que entre las mismas tribus se organizaban competencias para ver quienes eran los más hábiles para cazar a estos roedores con cola abombada. Las trampas que utilizaban y las maneras de arreglárselas para capturarlas eran muy variadas y algunas hasta divertidas. Platicaba mi abue que nuestros antepasados desarrollaron una gran pericia para lazar a los animalitos en el aire y en la tierra. En el aire, mientras las ardillitas realizaban saltos y volteretas; y en la tierra, cuando huían despavoridas de estos salvajes. A pedradas era una de las técnicas más utilizadas. Pero como eran muy conocedores del arte culinario, preferían que estas ratitas con cola de alfombra, no sufrieran de estrés y así no contaminaban su sangre y carne con la misma ansiedad y terror de escapar. Por lo que, los  aztecas siempre andaban destapados del torso, sobre todo los hombres.


La treta era fácil de entender. Uno se recostaba con la panza al aire y espiaba con los ojos a medio cerrar hasta que llegara una ingenua ardillita a tratar de comerse el ombligo de la supuesta presa humana y en ese instante agarrarla con suavidad, evitando sus peligrosos dientecillos. Así, el animalito tenía su estómago lleno de felicidad creyendo que iba a disfrutar de un suculento ombligo, pero al final acababa estrangulada en las manos de estos cazadores de primer nivel. Es necesario conocer que esta especie de roedores se alimentaban de ombligos de la gente. Al engullirlos, dejaban un hueco en el estómago del desdichado que se desangraba irremediablemente. No había cura alguna. Si la persona mordida y desombligada trataba de moverse se desangraba, y si no se movía moría de una infernal rabia apabullante que lo destrozaba desde dentro de su organismo en cuestión de minutos.

Esos bichitos --seguía relatando mi abuelito--, se reproducían como sus primas las ratas: interminablemente. Las hembras quedaban preñadas hasta con un estornudo del macho. Eso dice la ciencia. Y a cada ratito aventaban hijitos al mundo. Como nacían dentro de un ambiente hostil donde la consigna era matar o morir, se mimetizaron con la forma de ser de los guerreros de aquel entonces, que aunque eran humanos, unos y ardillas, otros, había una convivencia extraña. Quien se descuidaba moría.

Dentro de los relatos nocturnos diarios de mi recordado abue, él nos decía que no fueron los españoles los que acabaron con estas tribus de antepasados nuestros, sino las voraces ardillas. Los cuadros, frescos y pinturas que aún se conservan, no consignan en ningún lado la existencia desde entonces de estos roedores come-ombligos. Ni aún en la gran obra de Bernal Díaz del Castillo aparecen mencionadas estas criaturas.

Debieron ser batallas encarnizadas de cuerpo a cuerpo. La habilidad de unos contra la velocidad y fortaleza de dientes de las otras. Guerras épicas.


¡Es increíble! Pensaba yo desde aquel entonces.


Hoy en día, es por eso que hay criaderos de tiernas ardillitas en algunos bosques, parques y viveros en toda la ciudad. Es por eso también que se ha encontrado gente desangrada en las calles y las autoridades invariablemente le echan la culpa al crimen organizado. Los criadores de estos animales les dan de comer bien, por lo que ellas no tienen que atacar humanos. Eso pasa cuando se escapan de los lugares donde las tienen alimentándolas y cuidándolas y les sale su natural instinto

En la ciudad se ha dejado de comer ardilla. Mas bien se come en los alrededores, en los lugares que hay selva y bosque húmedo.


La última noche que cenamos con mi abuelito nos contó que él mismo había agarrado a una ardilla de la cola y le dio como seiscientas vueltas hasta que la pobre se murió de mareos. Nos la cenamos. En la mesa, el cuerpo inerte del animal se le quedaba viendo de una manera casi mágica, horrible a mi abue. Esa noche murió atragantado con una pieza de ese infernal animal.


Ahora de adulto, no le tengo miedo a los perros, ni a las ratas, ni a los coyotes. Mi miedo más grande es hacia esas criaturas que pueden parecer indefensas y hasta simpáticas. Cada que veo a una de ellas rezo para que no se les ocurra atacarme y dejarme sin ombligo ni sangre. Si puedo les echo piedras desde lejos, aunque un brillo de maldad y de venganza aparezca en sus ojillos saltones color café miel.



laj































 

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